He aquí un nuevo capítulo de la
historia de Queitaris, de la mano del ínclito Subödai. En esta nueva entrada se
narra el final de la historia de Tergocles Antodeo, sus últimas hazañas y
pesares. Con su muerte se puso fin a una larga era de dominio aquíreo, y les
llegó el turno a otros pueblos de Helárissos de brillar y reclamar su justo
lugar en la historia.
“Y así, con la inesperada
proclama de Tergocles desde lo alto del Muro, llegaron los extraños Años de la
Partición. Toda Áquiros quedó en manos de un Senado corrupto bajo el liderazgo
cada vez más despótico de Ecnérides Voreo, quien, en su creciente soberbia, se
hacía llamar “El Deseado”. Queitaris quedó aislada tras sus inexpugnables
defensas, protegida por el Muro de Tergocles, su flota y su habilidosa
diplomacia.
Fueron tiempos extraños en la
Ciudad Eterna, tiempos de aislamiento y cautela, pero también de prosperidad y
emoción, tiempos que alumbraron un sentimiento cada vez mayor de independencia y
cultura propia. Pues, por primera vez desde los años antiguos, Queitaris se
gobernaba a sí misma, libre de los caprichos y las ambiciones de otros pueblos.
Durante un tiempo reinó una paz
vigilante entre Queitaris y Áquiros. Ecnérides y sus adláteres trataron en varias
ocasiones de quebrar las defensas de la Ciudad Eterna, por la fuerza y mediante
traición, pero todas sus intrigas fueron desbaratadas y sólo provocaron un
inútil derramamiento de sangre.
El Senado también trató de hacer
regresar a las guarniciones de las provincias para fortalecer su poder, pero
la última orden de Tergocles seguía vigente y los legados en Kemoia, en
Alberanir y en la Marca se negaron a abandonar sus puestos, conscientes de que
sólo la presencia de las legiones mantenía la paz y el dominio de Áquiros sobre
los pueblos conquistados. Al final los senadores se vieron obligados a
desistir, ya que no tenían medios para castigar la desobediencia de las tropas.
Cuentan las crónicas de la época que Ecnérides redobló la virulencia de sus
invectivas contra Tergocles, pues veía que el poder que tan fácilmente había
conseguido se le escurría de entre las manos como agua.
Mientras Ecnérides y sus esbirros
trataban de asentar su dominio, Tergocles se dedicó en cuerpo y alma a
embellecer y mejorar Queitaris. Se acometieron grandes obras urbanas y se
promulgaron varias leyes que aún hoy siguen vigentes, y a pesar del aislamiento
el comercio no dejó de florecer a través de los acuerdos que Tergocles logró
firmar con Punnaq y con el Concejo de la Confederación de Puertos.
Pero Tergocles, a pesar de las
apariencias, no se había olvidado del resto de Áquiros, y mantenía espías en
Táberis y en otras ciudades. A través de estos agentes supo que sus palabras
sobre el Muro habían agitado las conciencias de muchos aquíreos recelosos del
dominio imperial, y que la creciente tiranía de Ecnérides comenzaba a levantar
ampollas entre la misma población que le había aupado al poder.
Así transcurrieron unos pocos
años convulsos. El auto-proclamado Cónsul Supremo se había convertido, salvo por
su título, en una amalgama de los peores monarcas de la historia imperial, y en
su inagotable soberbia ambicionaba la gloria militar de los antiguos líderes.
Dicen quienes le acompañaron en esa época que no dejaba de soñar con el dominio
sobre toda Helárissos, y peroraba sobre la multitud de pueblos que se
arrodillarían ante sus tropas.
Ahíto de su propia arrogancia,
Ecnérides se decidió a lanzar una campaña de conquistas. Con Kemoia y Alberanir
todavía sometidas (y no por él, cosa que le amargaba sobremanera), Voreo puso
sus ojos sedientos de victoria en el oeste y el norte: Las tierras más
occidentales de la Marca, todavía independientes, y las provincias bárbaras
septentrionales: Samatea, Garonar y Firnea.
Sin duda parecían premios
menores, pues se trataba de tierras poco pobladas, hogar de tribus bárbaras y
pueblos nómadas. Pero Ecnérides no se dejó amilanar por tales argumentos y
ordenó armar un ejército numeroso, formado por contingentes mercenarios y levas
de ciudadanos. En cuanto todo estuvo listo, lo dividió en dos cuerpos y envió uno a la
Marca y otro al Norte entre graves proclamas y fastos victoriosos. Dicen las malas
lenguas que, cuando Tergocles supo de todo esto, sonrió, pues adivinaba lo que
iba a ocurrir.
En la Marca, tras unos primeros
ataques sencillos y un avance sin demasiadas complicaciones, las tropas de
Ecnérides se vieron apabulladas por la ferocidad, la estrategia guerrillera y
la astucia de los “incivilizados” marquíes. Varios cuerpos de mercenarios, como
las Manos de Acero, fueron aniquilados, y otros como las Guardianas de Hacra
sufrieron muchas pérdidas y renegaron de Ecnérides, a quien aborrecían. Entre
las eruditas de la Orden se dice que fue entonces cuando adoptaron la falcata
como arma característica, tras haber sufrido en sus propias carnes su brutal
eficacia en manos de los marquíes.
En el norte las cosas no fueron
mejor para las tropas del déspota. Aunque las tribus bárbaras no eran rivales
tan terribles como los marquíes, la propia tierra fría, estéril y oscura causó
centenares de bajas aquíreas. Entre uno y otro conflicto se perdieron miles de
vidas durante casi dos años. Para cuando Ecnérides cedió y abandonó sus fútiles
planes de conquista, se había quedado sin apenas tropas leales, y con un pueblo
cada vez más harto de su tiranía. Incluso entre sus esbirros comenzaban a pesar
demasiado sus locuras y arbitrariedades. Ecnérides respondió con brutales purgas y ajusticiamientos que no hicieron sino exacerbar aún más los ánimos.
No pasaron muchos meses antes de
que estallara una rebelión general por toda Áquiros, y al mismo tiempo el Muro
de Tergocles se abrió por primera vez en años y la legión kemonisea avanzó
hacia Táberis. A la cabeza cabalgaba en propio Tergocles, aclamado por el mismo
pueblo que no tanto tiempo atrás había protestado contra él. ¿Qué pensamientos
rumió Tergocles mientras marchaba entre vítores y muestras de lealtad? Sólo los
Dioses lo saben, pero se cuenta que sus ojos miraban con tristeza, y su sonrisa
era una mueca amarga.
Todo el poder de Ecnérides Voreo
y sus acólitos se derrumbó en un suspiro, sin apenas violencia. Aunque algunos
senadores fueron linchados por la masa enfurecida, la mayoría fueron capturados
y juzgados por Tergocles, quien les dispensó un trato firme pero compasivo.
Ecnérides, en cambio, se libró del escarnio público y de la vergüenza de
someterse a su odiado rival al arrojarse desde lo alto de la cúpula del Senado
antes de que lo prendiera una escuadra de guardianas.
Y así Áquiros quedó reunificado
de nuevo, pero sólo por un instante, pues a pesar del apoyo popular para que
volviera a asumir el trono imperial, Tergocles era esclavo de sus palabras, y
así lo hizo saber a sus allegados: ‘El Imperio está muerto, como dije. Muerto
de podredumbre y tiranía. Aunque estos falsos senadores cayeron en el mismo
mal, sus razones eran ciertas al principio. Áquiros debe volver a sus orígenes
bajo un Senado justo y legítimo, o se consumirá entre los estertores de su
arrogancia’.
Y con un último gesto que terminó
de esculpir su leyenda, Tergocles renunció de nuevo al Imperio y promovió la
elección de un nuevo Senado al que entregó la soberanía de Áquiros y el control
de todas las legiones. Sólo puso como condición seguir gobernando Queitaris con
su fiel legión kemonisea, con la firme promesa de que, tras su muerte, la
Ciudad Eterna volvería al Senado, ya que no tenía descendientes que pudieran
heredarle. Cuando todo estuvo dispuesto, Tergocles cabalgó de nuevo a su amada
Queitaris, buscando por fin un poco de paz y reposo para su espíritu agotado.
Pero los Dioses a menudo son
despiadados, y la grandeza sólo puede templarse con dolor y penuria. Todavía le
quedaban batallas por librar a Tergocles, y la más terrible le llegó de forma
inesperada cuando, según cuentan los cronistas, supo de la muerte de aquella mujer
misteriosa cuya sombre le había acompañado durante tantos años. Sólo entonces
se supo que su nombre era Larsti, y su pérdida infringió una terrible herida en
el corazón de Tergocles.
Más ni siquiera entonces pudo retirarse
y dolerse en silencio por su pérdida, porque el último acto de las Guerras
Tergoclias se había desatado en las lejanas tierras de Kemoia. Una nueva
corriente religiosa, heredera de las proclamas del Profeta contra el que habían
combatido años atrás, se había alzado con tal fervor que había derrocado al rey-títere de la Menopdría e impuesto un nuevo monarca ungido por su Dios-Mesías. El
nuevo Senado, abrumado por las circunstancias, pidió ayuda a Tergocles.
A regañadientes, éste aceptó el
encargo y se puso al frente de las legiones una última vez. A pesar de sus años
y su dolor, luchó con gran habilidad y fiereza y, tras meses de combates
inciertos, logró una victoria decisiva que contuvo la amenaza, aunque, por
primera vez, Áquiros se vio obligado a retroceder y renunciar a buena parte de
Kemoia. Sólo así se garantizó la paz, al menos por un tiempo.
Tergocles, herido y agotado,
amargado por la pérdida de su leal Sécrato en esta última campaña, regresó
lentamente a Queitaris por tierra, atravesando en su periplo la región de
Alberanir. Allí, cuentan las leyendas que se reunión con su antiguo enemigo,
Föerius. El caudillo alberaní era ya un anciano, pero su sed de libertad no se
había saciado. Dicen que Tergocles le convenció para no desatar otra guerra, y
la tradición recoge estas palabras del gran Antodeo: ‘Tus hijos serán libres,
señores de muchas tierras. Porque yo soy Áquiros, la última estrella del poder
de mi pueblo. Cuando muera, su luz se extinguirá conmigo. Es tiempo de otros
pueblos y otros astros’.
Sin duda este discurso es
apócrifo, pero dicen los eruditos que recoge muy bien el pensamiento de un
Tergocles que regresaba a su hogar con el corazón extenuado tras tantos años de
tareas ingentes y sinsabores. Cuando llegó por fin a Queitaris, rechazó los
fastos y las ceremonias y se encerró en su palacio, y durante días vagó en
solitario por las estancias vacías y los senderos de los acantilados. Cuentan
que a menudo se detenía bajo los pinos y contemplaba el mar embravecido, una
figura enjuta de pelo cano y rostro apagado, apenas una sombra del hombre que
había reescrito varias veces la historia de Áquiros y de toda Helárissos.
Sólo un par de viejos confidentes
le acompañaban de vez en cuando, y gracias a ellos conocemos algunos retazos de
sus últimos pensamientos. Así, durante una de aquellas largas caminatas, Tergocles
vio el atardecer sentado a la sombra de una encina, y derramó lágrimas amargas,
y con voz quebrada dijo: ‘He ayudado a dar forma a un nuevo mundo. Pero llegada
esta hora, no sé si será mejor o peor que el que derribé, más justo o más
cruel, más luminoso o más oscuro. Toda mi obra, todos mis desvelos me parecen
fútiles ahora. Cuánta sangre, cuánto dolor para tanta incertidumbre.’
Y así, tras unos pocos meses,
Tergocles enfermó y murió. Con su último aliento, según cuenta la tradición,
pronunció el nombre de Larsti, cuya memoria le había acompañado durante sus
últimas horas. Grande fue la pena y el dolor que recorrió Queitaris y toda
Áquiros al saberse la noticia, y grandes fueron los fastos de sus exequias, a
pesar de que había dejado dispuesto que se le enterrara con humildad. Cuando se
hubieron acallado los últimos lamentos y oraciones, Queitaris volvió al redil
del Senado, y así Áquiros quedó reunificada una vez más.
Con Tergocles murió el último
vestigio del Viejo Imperio. Una nueva época daba comienzo, pero ni los más
sabios podían augurar qué aguardaba aguas abajo del incontenible río del tiempo.
De lo que no cabe duda es que, para Queitaris, los años de independencia bajo
el sabio reinado de Tergocles no cayeron en el olvido, y las semillas de su
futuro esplendor habían quedado firmemente sembradas.
Muchos hombres y mujeres han
contribuido a labrar los destinos de la Ciudad Eterna, muchos pueblos y muchas
culturas han aportado al crisol que la define y corona como reina de las
ciudades y verdadero corazón de Helárissos. Pero nadie en la larga cuenta de
los siglos ha dejado su impronta en las calles teñidas del verde de los árboles
como Tergocles Antodeo, el Gran Constructor, el Último Emperador.”
Subödai u-Xiúr