Con un poco de retraso llega el siguiente capítulo de la historia de Queitaris, donde se narra el auge y la debacle del Gran Ducado Alberaní y los inicios de la Queitaris independiente que se ha convertido en faro de toda Helárissos en la época en la que transcurren las aventuras de Erban y compañía. ¡Ya sólo falta un capítulo para completar estas crónicas queitaris!
"Tras sus conquistas, Aelarus
gobernó con justicia y equidad durante veinte años, y muy pronto se empapó del
espíritu de Queitaris, de su cultura, del latido de sus calles arboladas. El
hombre maduro que gobernaba desde la Ciudad Eterna poco tenía que ver ya con el
joven jinete. A su muerte fue enterrado con honores, y los queitari le lloraron
como uno más entre los suyos.
Sus sucesores controlaron el Gran
Ducado durante cerca de un siglo. Pero el poderío alberaní, fundado
exclusivamente sobre las espadas de sus caballeros, era frágil y no estaba
destinado a durar mucho. El propio Aelarus ya tuvo que lidiar con algunas
revueltas en las ciudades conquistadas, que no se dejaban asimilar por la
cultura alberaní, más tosca y primitiva. También tuvo que afrontar algunas
sublevaciones de los barones más levantiscos que no aceptaban la primacía de
Queitaris. Aelarus supo resolver todos estos problemas gracias a su mano de
hierro y su valor, y su hijo gobernó en relativa paz. Fue entonces cuando
muchos alberaníes se asentaron en Queitaris y dejaron su impronta, que se
mezcló rápidamente con las huellas de tantos otros pueblos y contribuyó a crear
ese carácter propio, esa cultura que no era aquírea ni punneq ni marquisa ni
alberaní, sino genuinamente queitari.
El reinado de los siguientes
duques, en cambio, fue por regla general tumultuoso. Cuando no se enfrentaban
con sus propios barones por una de tantas disputas feudales, tan comunes en
aquel pueblo belicoso y orgulloso, se enfangaban en la compleja red de
intereses y facciones que siempre han caracterizado a las populosas ciudades
aquíreas, tan diferentes de las pequeñas aldeas y poblados de las montañas. Por
si eso no bastara, el tercer duque se enfrascó en una larga guerra contra el
Fad de Kemoia que acabó en tablas y obligó a los alberaníes a liberar las
franjas norteñas de Kemoia que Aelarus había conquistado tras su victoria
contra los fanáticos.
Y así por fin llegó también para
el Gran Ducado la inevitable hora de la decadencia. El sexto duque reinante,
Barlais, era un hombre débil de carácter y tan enamorado de Queitaris que vivía
de espaldas a los asuntos de Alberanir, rechazando por completo un legado que
todos sus antecesores, incluso aquéllos más influidos por la cultura queitari,
se habían preocupado de conocer y respetar. Pronto surgió una fuerte oposición
contra Barlais en las montañas y varios barones poderosos se sublevaron contra
un duque al que consideraban extranjero y traidor. Por las mismas fechas se
inflamó también la disidencia en varias ciudades aquíreas bajo control
alberaní. Los disturbios no tardaron en tornarse rebelión abierta en Coszio,
gracias al oro de la Confederación de Puertos, que siempre había tenido una
relación cuanto menos tirante con los duques.
La situación fue agravándose
paulatinamente sin que Barlais se mostrase capaz, o tan siquiera interesado, en
resolverla. Tras varios meses de conflicto latente, un barón llamado Gaëris se
hizo coronar duque en Berstad con el apoyo de la asamblea de barones. Sólo
entonces Barlais se decidió a convocar a sus mesnadas y cabalgó hacia Alberanir
para combatir al usurpador, dejando apenas una guarnición simbólica a sus espaldas
para mantener el orden en Áquiros y Queitaris.
Mientras los dos duques
guerreaban en las montañas, la rebelión en el Áquiros conquistado se agravó,
aunque no contaba con ningún liderazgo claro. En las ciudades más occidentales
el Senado de Táberis encabezó las revueltas y recuperó el control de buena
parte de su antiguo territorio, mientras que en el este y el sur cundió el
caos, con enfrentamientos a varias bandas entre las diversa facciones rebeldes
y las guarniciones alberaníes.
¿Y qué ocurría mientras tanto en
Queitaris? La Ciudad Eterna, como es habitual, siguió su propio rumbo al margen
del resto del mundo, y se libró de la anarquía y el descontento que asolaban
Áquiros. La guarnición que mantenía el orden estaba formada íntegramente por
soldados queitaris (una costumbre que habían adoptado varios duques) lo cual
evitó disturbios pero también socavó aún más el dominio alberaní, ya que en
cuanto Barlais se marchó con sus caballeros, los magnates queitaris expulsaron
a los regentes alberaníes y declararon la independencia de Queitaris. Una
asamblea de notables tomó el poder, formada por personas de todo origen y
cultura, si bien en su mayoría eran mestizos de varias generaciones, auténticos
hijos de Queitaris.
Así nació la Eclessía, la Voz del
Pueblo de Queitaris. Aunque su origen fue tumultuoso y sus primeros años
difíciles, en verdad era ya muy similar a la asamblea que nos gobierna ahora
con sabiduría y justicia. Bajo la advocación de la sagrada memoria de Tergocles
Antodeo, la Eclessía proclamó a Queitaris como polis independiente y escogió al
primer Pritán, un filósofo con reputación de rectitud y honestidad llamado
Parnicles Orneo.
Fue Parnicles quien, desde el
estrado que aún hoy se alza junto a la Cámara de la Eclessía, ante la
ciudadanía allí congregada, pronunció unas palabras que han resonado durante
siglos en los corazones de todo queitari de bien:
‘Nunca más un señor extranjero
dictará nuestros destinos, sea aquíreo, alberaní o punneq. Queitaris es desde
hoy libre, ¡libre para forjar su propio futuro! En vuestras manos,
conciudadanos, está el poder para decidir qué será de nosotros de ahora en
adelante. Una nueva era comienza hoy. ¡Alegraos, queitaris, pues nos pertenece
a todos nosotros!
Para cualquiera que se emocione
con el estudio de la historia, pocos instantes en los largos siglos de
Helárissos brillan con mayor esplendor que aquella gloriosa jornada. A
Queitaris le aguardaban todavía años oscuros por delante, guerras y miseria,
pero también gloria y esplendor. Y en definitiva, ¿acaso vislumbrar la
oscuridad que empaña el sendero a nuestros pies nos impediría seguir caminando,
siempre hacia delante, sin echar la vista atrás?
Y mientras Queitaris escribía un
nuevo capítulo de su historia, una guerra fratricida asolaba Alberanir. Muchas batallas
se libraron al pie de las montañas y en los pasos de las tierras altas, hasta
que por fin Barlais se impuso, mató al usurpador y reclamó de nuevo el control
de su patria ancestral, la misma que durante tantos años había ignorado y
despreciado.
Pero en su victoria se
vislumbraba una derrota aún mayor, ya que había perdido Queitaris, y el Senado
de Táberis controlaba ya más de la mitad del territorio aquíreo, si bien
todavía con dificultades y revueltas. En la región más oriental reinaba el
caos, y el gran puerto de Coszio se desangraba en una terrible guerra civil. El
Gran Ducado de Aelarus se había deshilachado como una sábana vieja y raída.
Barlais se encontraba en una
posición muy incómoda, pero todavía contaba con un ejército poderoso, y una vez
pacificada Alberanir, se dispuso a reconquistar su Imperio. Tras asentar su
posición en las montañas, reunió a sus caballeros y marchó de nuevo hacia el
oeste. Pero el Senado no estaba dispuesto a ceder terreno, y las huestes
senatoriales le plantaron cara en medio del desorden que reinaba en las
ciudades más orientales de Áquiros.
La guerra que siguió fue
terrible, pródiga en matanzas y abusos, hasta el punto que muchos entonces
creyeron que los Dioses les habían abandonado y el mundo se precipitaba a su
final. No era así, es cierto, ¿pero cómo culparles? Empujado por el odio, el
hombre es capaz de atrocidades sin fin, y es harto difícil conservar la
esperanza mientras la sangre derramada amenaza con asfixiarte.
Tanta muerte y tanto horror acabó
resultando estéril, como suele suceder. Amenazado por nuevas revueltas de los
barones levantiscos, Barlais se vio obligado a ceder y regresar a Alberanir a
riesgo de perderlo todo. El Senado no pudo aprovecharse de la retirada
alberaní, ya que se enfrentaba a sus propias revueltas. Áquiros estaba
devastada y ahíta de sangre, y la guerra terminó por agotamiento de ambos
bandos.
Así terminó la hegemonía alberaní
de Helárissos. Barlais todavía reinó como duque unos pocos años convulsos, y
sus sucesores estuvieron demasiado ocupados lidiando con guerras entre nobles y
disputas feudales como para pensar en iniciar nuevas guerras de conquista. Tal
vez, en otras circunstancias, Áquiros podría haber tomado el relevo y recuperar
su papel como potencia dominante, pero su poderío se había derrumbado por
completo. A duras penas pudo el Senado restablecer el orden y reafirmar su
autoridad sobre ciudades empobrecidas y señoríos asolados.
Y fue entonces, en medio de tan
incierta situación, cuando la nueva Queitaris independiente comenzó a
despuntar. La ciudad, ya de por sí próspera, se había librado de los terribles
conflictos de los últimos años y, bajo la sabía guía de Parnicles y la
Eclessía, crecía y mutaba en algo nuevo, una mezcla insólita que bebía de todas
las tradiciones que alguna vez se habían aposentado en la ciudad en su larga y
sorprendente historia. La Polis abrazó la tradición comercial de Punnaq, la
compleja cultura legal y judicial aquírea, la audacia y el sentido del honor
alberaní, la laboriosidad kemoní, y quién sabe cuántas otras costumbres y
visiones del mundo, y las fundió en su crisol de razas y pueblos.
En medio de un mundo sin grandes
poderes, sin generales ambiciosos ni héroes invencibles, sin países en
expansión ni imperios en su apogeo, la luz de Queitaris resplandeció como nunca
lo había hecho hasta entonces, ni siquiera en tiempos de Tergocles Antodeo. Ya
no era la perla de los grandes imperios del pasado, ni el trono dorado de los
señores de Helárissos. Era una joya en sí misma, una ciudad populosísima, floreciente,
centro de comercio e inexpugnable en su posición privilegiada, punto neurálgico
de las rutas del Mesogeis y depositaria de una historia milenaria.
Y por si todo esto no fuera poco,
Queitaris era un lugar sagrado, pues allí se había forjado la mítica Alianza
entre los Dioses Antiguos y el hombre primitivo, el Cognós indescifrable. Aún
hoy muchos sacuden la cabeza con escepticismo o ríen ante tales cuentos, pero
este mito está muy arraigado en el corazón de cada hombre y mujer de
Helárissos, y contribuye aún más a engrandecer el aura mítica de Queitaris.
Y así, haciendo gala de tal
esplendor entre las ruinas de guerras atroces, había llegado por fin la hora de
Queitaris para ocupar su legítimo lugar como señora de toda Helárissos,
verdadera Ciudad Eterna y Sagrada. Pero, haciendo honor a su carácter singular,
Queitaris no afianzaría su poder por medio de las armas como los imperios de
antaño, sino recurriendo a medios más sutiles y, sin embargo, más duraderos. Se
acercaba la Era del Foederus, el Solemne Tratado. Se acercaba la Edad de los
Arcontes.”
Subödai u-Xiúr