Aquí llega un nuevo capítulo de la afamada historia de Queitaris. En esta entrega se narra la debacle final del Imperio Aquíreo y el establecimiento del Gran Ducado de Alberanir, un capítulo tumultuoso en el que la Ciudad Eterna volvió a jugar un papel esencial.
“Tras la muerte del gran
Tergocles, el renovado Dominio Aquíreo mantuvo todavía su posición hegemónica
en Helárissos durante unos cuantos años, bajo el gobierno del Senado de
Táberis. Pero el convulso período de las Guerras Tergoclias había debilitado
enormemente el poderío aquíreo. La sociedad seguía dividida y se enfrentaba a
menudo siguiendo la estela de demagogos y charlatanes; el hambre y la pobreza
golpeaban a los más humildes; y las legiones que todavía sostenían el dominio
de Áquiros eran pasto de la indisciplina, la mala preparación y la desidia.
En verdad poco quedaba ya del
Antiguo Imperio. Los estandartes aquíreos habían sido expulsados de casi toda
Kemoia, su dominio sobre la franja oriental de la Marca era cada vez más tenue,
y sólo en Alberanir mantenían todavía fuertes guarniciones en las tierras
bajas. En cuanto a Queitaris, aunque nominalmente estaba sometida al Senado, en
la práctica gozaba de gran autonomía y sus líderes a menudo ignoraban las órdenes
venidas de Táberis. Era el tiempo de otros pueblos, tal y como Tergocles había
vaticinado, pero ¿quién no se ha dejado cegar jamás por el orgullo y el miedo a
los cambios?
Y así, cuando apenas treinta años
habían transcurrido desde la muerte de Tergocles, una gran rebelión estalló el
Alberanir. Un joven llamado Aelarus la lideraba, nieto del anciano Föerius.
Según las crónicas de la época, era un gran jinete y un guerrero sin parangón,
y hacía gala de la misma determinación que su abuelo. Pero además, Aelarus
pronto dio muestras de un talento diplomático del que su ilustre antecesor
siempre careció.
Tras una serie de fulgurantes
victorias contra las guarniciones aquíreas más próximas a las montañas, Aelarus
logró que la asamblea de barones le nombrara duque de Alberanir, el primero en
ostentar ese título en siglos. Investido con semejante poder, convocó a los
caballeros de Alberanir y, durante un histórico encuentro, denunció los
vergonzantes pactos por los que sus ancestros se habían sometido a Áquiros y
proclamó la libertad de toda Alberanir.
Muy pronto sus feroces jinetes
expulsaron a los aquíreos de las tierras altas, y Aelarus se aprestó a hacer lo
mismo con las tierras bajas de su patria. Para ello contaba con una gran
ventaja, ya que su abuelo le había instruido a la perfección en las tácticas de
las legiones, y supo adiestrar a sus caballeros para contrarrestarlas. Tras
unas semanas de maniobras, y en contra de la opinión de varios barones que
apostaban por continuar con la táctica de guerrillas del pasado, Aelarus se
enfrentó en batalla campal contra una de las tres legiones estacionadas en
Alberanir, y la aplastó por completo. El eco de semejante victoria animó a más
barones a unirse a la rebelión.
Cuando el Senado supo de la
derrota, se aprestó a enviar refuerzos. No fue una decisión fácil, y hubo
graves discusiones entre los senadores y un clamor entre la plebe que no
entendía el empeño de seguir luchando y sangrando por una tierra mucho menos
productiva que Kemoia o la Marca. Así piensan a menudo las gentes humildes, que
sólo desean pan y calma para afrontar los sinsabores de la vida. Para los
senadores, en cambio, perder Alberanir suponía renunciar al último vestigio
imperial, amén de la riqueza minera de las tierras altas. ¿A quién dar la
razón? A ojos de la historia, la gloria y el poder son seductores y la lógica
del gobernante siempre parece sólida, mientras que la sangre derramada, los
lamentos y la miseria pronto se olvidan. Sea como fuere, el Senado decretó una
movilización general, hizo levas y puso al frente de las nuevas legiones al
general Evaro Férides Miliro.
Muchos cronistas bautizan a Evaro
como el último general brillante de Áquiros. Bien es cierto que supo ver las
debilidades de sus legiones, bisoñas y mal armadas, y decidió que el modelo de
legión aquírea, que apenas había variado desde los tiempos de Cládiques, había
quedado obsoleto. Ni sus hombres ni las arcas de Táberis podían sostener ya una
campaña duradera con grandes legiones en liza. Así pues, Evaro reorganizó las
levas en cuerpos más pequeños y móviles, con mayoría de arqueros y soldados
ligeros, y marchó a Alberanir.
Fue la llamada Guerra de
Invierno, a causa de las terribles nevadas y el frío gélido que cubrió el norte
de Helárissos aquel año. Gracias al talento de Evaro, los aquíreos lograron
mantener a duras penas sus posiciones en las tierras bajas, pero todos sus
intentos de internarse en las montañas acabaron en desastre. Aelarus y sus
caballeros siempre llevaban la iniciativa y a menudo lanzaban devastadoras
razias en el llano.
La guerra pronto dejó exhaustas
las arcas de una Áquiros que se desangraba a ojos vista. Evaro se desgañitaba
solicitando refuerzos mientras realizaba verdaderos milagros para mantener su
precaria posición. Pero cada vez que el Senado trataba de hacer nuevas levas se
arriesgaba a una revuelta, y apenas podía asegurar el aprovisionamiento de las
tropas. Sólo la mayor prosperidad de Queitaris, que aportaba recursos para la
guerra a regañadientes, evitó durante un tiempo el desastre.
Pero al final, la carestía y el
hambre se enseñorearon de Áquiros. Los tumultos se convirtieron en rebelión y
el Senado cayó, sustituido por una asamblea de emergencia bajo el mando del
Cónsul Baro Mádiques Ecneo. Este nuevo gobierno se mostró pronto débil e
indeciso, más preocupado por restablecer el orden y poner freno a las protestas
de los hambrientos que por resolver un conflicto lejano.
Abandonadas a su suerte, las
tropas de Evaro se enfrentaron a Aelarus en el monte Sórik en una última
batalla. A pesar de su talento y de la resistencia de sus hombres, pronto las
huestes aquíreas se vieron sobrepasadas, y al atardecer sus filas se rompieron
y fueron barridos por la carga furiosa de la caballería alberaní. Evaro fue
capturado y, tras un breve encuentro con Aelarus, quien se mostró clemente y
cortés con él, fue devuelto a Áquiros con un mensaje muy claro: Alberanir es
libre.
El destino del fiel Evaro fue en
verdad terrible. Insultado y vituperado a su llegada a Táberis, nadie tuvo en
cuenta su valor ni su talento, y el Cónsul Baro lo hizo ejecutar por su
derrota. Los Dioses pronto le harían lamentar tan terrible decisión.
En medio del caos y los
disturbios, y aprovechando que contaba con la lealtad de las tropas, Baro se
hizo con el poder y se proclamó emperador. Así se inició el fugaz Imperio
Medio, cuya breve historia es un compendio de inestabilidad, enfrentamientos
civiles, conjuras y traiciones. Así, el arrogante Baro apenas aguantó seis
meses en su trono antes de ser asesinado. Le sucedió su primo Cládiques, tan enamorado
de la leyenda de su augusto nombre que soñaba con restablecer la vieja gloria
imperial a golpe de espada. Dos semanas de locuras y órdenes imposibles se
saldaron con su cabeza en una pica y un simple capitán de la legión taberisea
sentado en el trono: Sílies Arneo.
Y mientras Áquiros se desangraba
de tal modo, el victorioso Aelarus había asentado su poder en Alberanir y
planeaba gestas aún mayores. En su corazón albergaba la intención de convertir
a los opresores en oprimidos y grabar su nombre en los los lied de su pueblo
para siempre. Pero antes tenía que hacer frente a una nueva amenaza que había
despertado en Kemoia.
Por aquel entonces los últimos
retazos de los acuerdos que Tergocles había logrado arrancar a los revoltosos
kemoníes habían saltado en pedazos, y una nueva secta del Profeta Mártir se
había adueñado de las marcas más septentrionales de Kemoia. Las tropas
fanáticas, tras ser rechazadas en el sur, marchaban hacia el norte para
extender su guerra sagrada contra los herejes. Aelarus reunión a sus mesnadas y
cabalgó para defender las fértiles tierras bajas de Alberanir. La guerra entre
ambos pueblos, que hasta entonces apenas se habían enfrentado entre sí al
hallarse bajo la paz común de Áquiros, fue terrible y sangrienta. Pero al final
se impuso el poderío de la caballería alberaní, y Aelarus extendió sus dominios
hasta los límites de Kemoia.
El joven y valiente duque se
sentía fuerte y sus victorias habían dado alas a su ambición. Entre los suyos
hablaba abiertamente de crear su propio imperio, pero para ello sólo había un
camino: Áquiros, y por encima de todo la Ciudad Eterna, Queitaris, donde tantos
emperadores habían establecido su corte en el pasado. Dispuesto a lograr tal
gesta, Aelarus lanzó a sus huestes hacia occidente, una tropa numerosa que
contaba con la mejor fuerza de caballería que jamás había hollado la tierra de
Helárissos.
Aelarus puso sitio a Coszio y la
tomó en pocos días, quemando buena parte del exiguo poder naval aquíreo. El
terror se extendió rápidamente por Áquiros, que se veía invadido por primera
vez desde las lejanas Guerras del Mesogeis. El emperador, Sílies, que había
servido a las órdenes del malogrado Evaro, logró reorganizar las tropas y plantó cara al invasor. Pero a pesar
de su valor, Sílies no era Evaro ni estaba a la altura de los grandes generales
del pasado. Sufrió una terrible derrota a las puertas de Emerasta, y fue
asesinado por un esbirro de sus rivales políticos mientras trataba de huir.
Con su muerte pereció la última
resistencia de Áquiros. Cinco emperadores se sucedieron en poco tiempo, todos
ellos peleles de facciones ferozmente enfrentadas, mientras la caballería
alberaní avanzaba sin apenas oposición. Fue entonces, durante esta debacle,
cuando las Guardianas se marcharon de Áquiros y establecieron su refugio en las
montañas occidentales, en la célebre ciudadela de Hacra.
Finalmente, con buena parte de
Áquiros en poder de los alberaníes y la caballería a las puertas de Táberis, el
duque Aelarus se avino a parlamentar con el emperador, un anciano senador
llamado Graelo. ¿Por qué, con la victoria al alcance de su mano, accedió el
joven conquistador a negociar con un enemigo casi vencido? Tal vez porque el
verdadero objeto de su deseo era Queitaris, y sabía que ni siquiera sus
afamados caballeros podrían derribar el Muro de Tergocles. La Ciudad Eterna,
incluso con una pequeña guarnición, era inexpugnable.
Según cuentan las crónicas,
cuando Aelarus se reunión con Graelo y los senadores, les propuso dos
alternativas: O se rendían y le entregaban Queitaris, a cambio de conservar
algunas de sus ciudades y cierta autonomía, o arrasaría Áquiros de extremo a
extremo. Graelo cedió, cabizbajo.
Y así Aelarus atravesó triunfante
el Muro de Tergocles a la cabeza de sus caballeros y estableció su trono en
Queitaris como Gran Duque de Helárissos. La ciudad se sometió a regañadientes,
aunque los queitari, según cuentan, no tardaron en apreciar la magnanimidad del
joven duque, quien por otra parte les había librado de una vez por todas de los
últimos vestigios de influencia aquírea.
Bajo el astuto gobierno de
Aelarus, el Gran Ducado de Alberanir se convirtió en la nueva potencia
hegemónica de Helárissos, un reino que se extendía desde Kemoia hasta el este
de Áquiros. El oeste de Áquiros, por otra parte, quedó convertido en un pequeño
estado tributario gobernado desde Táberis. Graelo fue depuesto en una ceremonia
humillante, y tras una tumultuosa transición se formó un nuevo Senado para
gobernar el menguado Dominio de Áquiros.
Así sucede a menudo con el
devenir de la historia. Tal y como anticipara el sagaz Tergocles, la estrella
de Áquiros se había apagado por fin tras años de estertores y lenta agonía, y
una nueva luz brillaba en el firmamento. Y como tantas veces había sucedido en
el pasado, Queitaris estaba llamada a jugar un papel fundamental en el nuevo
orden, ¿pues qué otra urbe en toda Helárissos puede rivalizar con el esplendor
y la grandeza de la Ciudad Eterna?”
Subödai u-Xiúr
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