“Y así, de la forma más
inesperada, un oscuro segundón se ciñó la corona de un vasto Imperio que se
desangraba por múltiples heridas. A pesar del clamor popular y los anhelos que
le habían aupado al trono, pocos en verdad creían que el reinado de Tergocles
duraría más allá de unos pocos meses. La cuestión para muchos era, más bien,
qué acabaría antes con él, si las disensiones internas, la traición, o la
guerra que se desataba en los confines del Imperio.
Tergocles
veía ante sí varios frentes abiertos, pero en su corazón latía la fuerza de la
leyenda, y los primeros brotes de una nueva primavera enverdecían las calles
otoñales de Queitaris. Cuentan que, reunido con sus más fieles servidores, y
tras exponerle éstos todos los problemas que amenazaban su incipiente reinado,
Tergocles les condujo por las avenidas arboladas de la Villa Imperial y les
mostró el follaje dorado de los chopos. ‘Ved cómo Queitaris ha despertado al
fin.’ Les dijo. ‘Los Dioses nos han concedido una última oportunidad.’
‘¿Pero cómo
nos enfrentaremos a tantos desafíos?’ Le preguntaron con inquietud.
‘Como se
enfrenta uno a una manada de lobos hambrientos: De uno en uno.’
Y con una
sonrisa de convicción, Tergocles se puso manos a la obra. Aprovechando el apoyo
del pueblo y la tregua tácita que el Senado se había visto forzado a aceptar,
ordenó hacer levas por toda Áquiros hasta lograr formar dos legiones completas.
Se cuenta que, para completar los números, comprometió incluso a su propia
guardia imperial, y cuando algunos oficiales mostraron su descontento, les dijo
así: ‘Vuestro deber es protegerme, y yo marcho a Kemoia, a la guerra. Así pues,
vendréis conmigo.’
Y así,
Tergocles zarpó con sus tropas desde el puerto de Coszio, y tras una singladura
sin incidentes desembarcó en la Menopdría. Allí se reunió con las escasas
tropas aquíreas que todavía mantenían la ciudad frente a los ataques de los
fanáticos, y empuñando una espada como hiciera en su juventud, marchó al frente
de los estandartes gemelos del lobo y el búho. De sus hazañas en las ardientes
arenas kemoníes otros han escrito con mayor talento y sutileza. Baste recordar
su aplastante victoria en la batalla de Quironi, y cómo sus habilidosas
maniobras lograron provocar la desbandada de las fuerzas rebeldes.
Tras dos años
de cruentos combates, el instigador de la revuelta, auto-proclamado profeta, fue
capturado y ejecutado por un destacamento legionario. Se dice que Tergocles
enfureció al escuchar la noticia, pues sabía que semejante asesinato no haría
sino convertir a aquel loco en un mártir cuya memoria arrastraría a otros a la
rebelión. Pero el mal ya estaba hecho, y con Kemoia pacificada por el momento
bajo el yugo aquíreo, Tergocles emprendió la marcha por tierra hacia el norte,
escoltado por su guardia y por una legión veterana, la célebre kemonisea.
El primer
lobo había muerto, y bien fiero había resultado. Pero el resto de la manada
seguía aullando, sedienta de sangre. Así, mientras los últimos combates se
libraban en el sur, Alberanir había estallado en otra feroz revuelta bajo la
guía del astuto barón Föerius. Sus rápidos jinetes asaltaban las guarniciones
aquíreas aullando y haciendo cantar sus afiladas lanzas, para luego huir y
ocultarse en los escabrosos pasos de las montañas Bereskair.
Tergocles
arribó a las tierras norteñas sabiendo que esta nueva contienda sería todavía
más difícil. Sus hombres estaban hastiados de combatir, las arcas imperiales
apenas bastaban para pagar las soldadas, y el apoyo del pueblo que mantenía en
jaque al díscolo Senado no tardaría en marchitarse si la matanza continuaba por
mucho tiempo. Tergocles se mostraba animado ante sus hombres, ¿pero quién sabe
qué oscuros pensamientos le asediaban en la soledad de su tienda?
Sea como
fuere, Tergocles se lanzó a la caza de los rebeldes y les infligió grandes
derrotas, como la célebre batalla de Ardnüs en la que el pretor Sécrato y su
cohorte mantuvieron el flanco durante horas hasta que el Emperador logró caer
sobre los alberaníes con su caballería. Tras este combate, Tergocles recompensó
a Sécrato con un puesto en su estado mayor, pero cuentan que el viejo soldado,
un veterano de baja extracción nacido en la miseria de Playas Blancas, se
limitó a encogerse de hombros y no aceptó otra recompensa que una doble ración
de vino para sus hombres. Tergocles así lo dispuso, pero mantuvo cerca de sí a
Sécrato y, con el tiempo, éste llegó a ser uno de sus más fieles guerreros.
La guerra
prosiguió durante meses, pero a pesar de sus victorias, las legiones aquíreas
nunca lograban vencer por completo a los esquivos alberaníes ni encontrar sus
escondrijos ocultos en las montañas. El descontento comenzaba a aflorar por
todo el Imperio, especialmente en Táberis, donde un ambicioso senador llamado
Ecnérides Voreo lanzaba ardientes invectivas contra Tergocles.
Y entonces, cuando más oscuro parecía el devenir del conflicto, la guerra terminó de pronto. Llegaron noticias a Queitaris y a
Táberis anunciando una tregua con los rebeldes, cesaron los ataques y pronto
buena parte de las legiones en liza emprendieron el lento regreso a casa. En la
Ciudad Eterna se aclamó al Emperador, mientras en Táberis el Senado en pleno
maldecía su nombre. ¿Pero qué había ocurrido?
Los sabios
han discutido durante generaciones enteras, batallando con leyendas y
habladurías para hallar siquiera una pizca de verdad. Se cuenta que los mismos
Dioses asistieron a Tergocles en su hora más oscura. Se dice que desafío a Föerius
en combate singular y le venció. Otros murmuran que, una noche, una misteriosa
mujer apareció entre la niebla en un pequeño campamento avanzado y se presentó
ante Tergocles, quien se hallaba allí en secreto para supervisar las
operaciones. A pesar de las protestas de sus hombres, Tergocles se marchó con
ella, y durante dos días no se supo nada más de él.
Y dicen los
relatos que, cuando los legionarios ya lamentaban con amargura la muerte de
Tergocles, éste apareció de pronto entre ellos, canturreando y sonriendo como
si tal cosa, y les ordenó levantar el campo. ‘¿Pero qué ha ocurrido?’ Le
preguntaron, asombrados. ‘La guerra ha terminado.’ Respondió sin más. ‘Volvamos
a casa.’
Así por
fin, después de varios años, las provincias quedaron pacificadas y el Imperio
que a punto había estado de desmembrarse quedó restablecido por el momento.
Tergocles volvió a su amada Queitaris, en cuyas calles la vegetación prosperaba
como no se había visto en varias generaciones, y se dedicó a gobernar con justicia.
Múltiples obras embellecieron la ciudad, pero Tergocles no descuidó el resto de
Áquiros y actuó con equidad y acierto, restaurando el prestigio del trono
imperial.
Y cuentan
que, durante estos días felices, muchos exhortaron al Emperador a tomar esposa
y continuar su linaje. Pero Tergocles siempre se negaba con una leve sonrisa, y
sus ojos miraban en la lejanía, y los rumores sobre visitas extrañas y la
influencia de una misteriosa mujer que iba y venía como una sombra en el viento
se extendieron por toda la ciudad. Sin embargo, nadie parecía preocuparse por
ello.
Varios años
transcurrieron, pero bajo la apariencia de paz los lobos seguían gruñendo y
afilando sus garras. La facción más sanguinaria del Senado, liderada por
Ecnérides Voreo, se había hecho con el control de Táberis y se aprestaba a
derrocar a aquél que consideraban un tirano. Pero sus ideales, nobles en un
principio, se habían tornado ciega sed de poder y odio exacerbado hacia
Tergocles. Con todos los medios a su alcance, Ecnérides y sus seguidores no
dejaron de sembrar cizaña y llamar al descontento, y aunque sus intrigas apenas
encontraban oídos en Queitaris, en Áquiros y las provincias las semillas de la
revuelta encontraron suelo fértil y no tardaron en brotar.
Por fin la
crispación, los enfrentamientos soterrados, las intrigas y los asesinatos
acabaron por dar sus frutos. El Senado se sintió fuerte, y con Ecnérides a la
cabeza instigó la rebelión contra Tergocles. Algunas legiones se les unieron,
así como múltiples bandas mercenarias y órdenes guerreras como las Manos de
Acero de Medinaris o la Hermandad de las Guardianas. Una terrible guerra civil
estalló en Áquiros, el siguiente episodio de las Guerras Tergoclias. El
Emperador había temido y aguardado este momento, pues a pesar de la aparente
prosperidad, tenía ojos y oídos por toda Áquiros y sabía del creciente
descontento.
Tergocles
estaba preparado, pero dicen que, entre sus más fieles, se mostraba por primera
vez dubitativo y desanimado. Porque este enfrentamiento entre Emperador y
Senado, que amenazaba con desgarrar Áquiros en dos y desatar una edad de
oscuridad y muerte, era para él un doloroso fracaso. Había vencido a todos los
enemigos exteriores, pero no había sido capaz de detener la debacle del viejo
corazón aquíreo.
Sólo los
Dioses saben qué terribles pensamientos rumiaba Tergocles, sentado en su trono
dorado, mientras a su alrededor los cortesanos y generales graznaban y
discutían como bestias disputando una carroña putrefacta. Las fuerzas
senatoriales se aprestaban a la lucha, y toda Helárissos escuchaba con el
corazón encogido el retumbar de los timbales de guerra. Había llegado la hora
más oscura del singular reinado de Tergocles, la hora de sus mayores desvelos y
sus decisiones más audaces. La hora del Gran Constructor.”
Subödai u-Xiúr
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