“Y así, mientras las tropas
rebeldes avanzaban hacia el sur y cundía la anarquía en todas las ciudades de
Áquiros, Tergocles convocó a sus más fieles tropas, incluyendo la guardia
imperial y la afamada legión kemonisea al mando del leal Sécrato, y las
acantonó en el estrecho istmo que une la Península del Halcón con el Dominio de
Áquiros. Al mismo tiempo, la flota leal al Emperador zarpó para bloquear los
puertos rebeldes de Coszio y Alba Sersia y proteger el Oleuteris y las Playas
Blancas, pues sólo en estos lugares la escarpada costa de la Península permitía
realizar un desembarco. De este modo, Queitaris quedó completamente rodeada por
un cerco de escudos y lanzas.
Pero Tergocles no se limitó a
aguardar. En secreto hizo llegar mensajes a todas las guarniciones de las
provincias exteriores del Imperio: La Marca, Alberanir y Kemoia; y les dio la
orden de mantenerse al margen del conflicto a toda costa, pues su deber
era salvaguardar la integridad del Imperio, y el Emperador sabía que, si las
tropas acantonadas regresaban a Áquiros a combatir, el dominio aquíreo que
tanta sangre y dolor había costado mantener se derrumbaría en cuestión de días.
Y tanto era el prestigio de
Tergocles, tanta la fama que se había labrado entre los legionarios, que salvo
unas pocas excepciones la mayoría de guarniciones acataron su orden e ignoraron
las amenazadoras exigencias de Ecnérides para que se unieran a los senadores
rebeldes. Mucho han discutido los sabios el por qué de esta acción de
Tergocles, ya que le habría resultado fácil atraerse a las legiones y, con su
poderío, aplastar a los rebeldes. Algunos dicen que antepuso el Imperio a su
propia supervivencia, otros que ya entonces había tomado la decisión que
trastocaría por siempre la historia de Helárissos. Muchas son las sombras que
se atisban al tratar de desentrañar el pasado, y sólo los Dioses podrían
iluminar nuestra ignorancia.
Y así por fin el numeroso, aunque
desorganizado, ejército senatorial llegó a las inmediaciones de la Península
con la intención de tomar Queitaris y ejecutar a Tergocles. El Emperador se
puso al frente de sus leales, y ambas huestes se enfrentaron en una sangrienta
batalla. Cuentan las crónicas que, en los llanos de Caude, hasta tres veces
avanzaron las tropas rebeldes, y tres veces lograron los legionarios de
Tergocles expulsarles. Al final el propio Emperador marchó bajo el estandarte mientras
caía la noche, y derrotó a los rebeldes. Cuentan que el cielo nocturno se tiñó
de rojo. Rojo fuego, rojo sangre, y también el profundo púrpura de una magia
antigua.
Al amanecer la tropa rebelde huyó
en desbandada del lugar, y dicen que el propio Ecnérides salvó la vida
agarrándose al estribo de un jinete mercenario. Sécrato y otros generales
fieles abogaron por perseguir al enemigo y acabar de una vez por todas con los
senadores traidores, pero Tergocles se negó. ‘¡Si no les damos caza, la guerra continuará y
muchos otros morirán!’ protestaron sus hombres. Tergocles sacudió la cabeza y
oteó con tristeza hacia sus espaldas, hacia Queitaris. ‘Haga lo que haga,
Áquiros sangrará. Ya nada puede evitar eso.’
Y dicho esto, Tergocles mandó
acantonar a las tropas y proteger la Península a toda costa, mientras a sus
espaldas un ejército de canteros, carpinteros, herreros y tallistas se afanaban
en alzar un gran muro que cerrase por completo el istmo entre Queitaris y
Áquiros. Fue aquélla una tarea titánica, una proeza digna de leyenda, pues
mientras los legionarios resistían embate tras embate de las tropas rebeldes
(si bien nunca tan brutales como el primer asalto que habían rechazado), la
poderosa muralla crecía sin cesar gracias a la voluntad de Tergocles, al
sacrificio de unos entregados queitaris, y quién sabe si a algo más.
¿Intervino la magia en aquella
magna obra? ¿Era aquella misteriosa mujer, cuya sombra siempre envolvía a
Tergocles, en verdad una hechicera del Magis ekón? Los eruditos rechazan tales
ideas como burdas fantasías, pero no cabe duda que sólo la magia de un poderoso
Heptaqón parece explicar el rápido avance de la construcción del muro de que
hablan los cronistas de la época.
Jugara o no la magia un papel en ello, por
fin el muro quedó levantado. Aún hoy en día, cualquiera que lo contemple por
primera vez se siente atenazado por su imponente apariencia, con sus poderosos
contrafuertes y sus torres circulares. Cuando se cerró el último lienzo, las
tropas leales se refugiaron tras él, y el Oleuteris quedó cerrado por dos
gruesas cadenas de acero. También en Playas Blancas se habían alzado imponentes
fortificaciones. Queitaris y su Península eran ahora inexpugnables.
Una nueva hueste rebelde se
aproximó al muro. A su cabeza, vestido de blanco y dorado, cabalgaba un ensoberbecido
Ecnérides, quien se había hecho proclamar Cónsul Supremo. A la sombra de las
altas torres de piedra, los senadores pidieron audiencia con aquél que llamaban
tirano y monstruo. Tergocles se asomó desde lo alto del parapeto, ataviado con
la tiara y el manto imperial, y les saludó con voz cálida.
Ecnérides
se burló de él con palabras rudas y exigió su rendición inmediata y la entrega
de Queitaris, o arrasarían con todo lo que encontrasen a paso. Más aún, el
supuesto Cónsul se pavoneó luciendo sus vestiduras, proclamando a voz en grito
que toda Áquiros estaba con él. Dicen que Tergocles sonrió feroz al oír
aquello, pues sabía que no era cierto. Unos pocos meses habían bastado al
ambicioso Voreo para demostrar su ambición y su tiranía, y ya muchas voces
comenzaban a alzarse contra la iniquidad de los autoproclamados libertadores.
Tergocles respondió con firmeza,
acallando las bravatas de Ecnérides. Ningún ejército mercenario atravesaría
jamás el muro. Cualquier asalto no serviría más que para provocar un inútil
baño de sangre. Pero el propio Tergocles tampoco deseaba prolongar aquella
guerra estéril, aunque bien podía convocar a las guarniciones exteriores y
barrer Áquiros con ellas. Por todo ello, estaba dispuesto a aceptar que el
Senado gobernase Áquiros. ‘Pero no Queitaris.’ Añadió con voz tonante. ‘Esta
ciudad permanecerá bajo mi cuidado y el de mis descendientes, y sólo sus gentes
decidirán su destino.’
Cuentan que Ecnérides enrojeció
de rabia ante estas palabras, aunque fingió tomárselas a broma. Pero sus
chanzas y sus insultos vacíos murieron bajo la poderosa voz de Tergocles
Antodeo:
‘Vosotros, senadores, elegidos
por el pueblo de entre el pueblo, habéis traicionado vuestros juramentos y
traído la guerra a nuestra tierra. Por evitar derramamiento de sangre, no os
combatiré. Pero tened esto en cuenta: sólo si aceptáis mis términos, Áquiros
podrá mantener su esplendor y dominio sobre toda Helárissos. De lo contrario…
¡éste será el fin del mundo que hemos conocido! ¡El Imperio
Antiguo ha muerto, suya es la sangre que mancha vuestras manos!’
Y dicho esto se arrancó el manto
y la tiara y los arrojó al vacío. Luego se dio la vuelta y desapareció,
abandonando a Ecnérides y sus seguidores en un insoportable silencio de
confusión y duda. Cuentan que algunos de los senadores apostaron por atacar de
todos modos, pero la mayoría de los rebeldes se sintieron intimidados por la
amenazadora sombra del muro y las feroces palabras de Tergocles, y optaron por
volver grupas de vuelta a Táberis.
Y así Tergocles Antodeo se ganó
el nombre de Último Emperador, renunciando voluntariamente a la misma corona
que, durante los primeros años de su reinado, muchos auguraban que perdería por
traición o revuelta. Y con su acto inesperado puso fin a la dinastía imperial
que había gobernado Áquiros desde el trono de Queitaris, y el dominio aquíreo
volvió de nuevo al Senado de Táberis. Pero la leyenda de Tergocles aún no había
terminado, pues como señor de Queitaris todavía le aguardaban grandes proezas y
grandes penas, y un papel que jugar en un mundo convulso y tambaleante.
Pues cuentan quienes compartieron
sus días con él que Tergocles, ya entrado en la madurez y con demasiadas
cicatrices en su piel y en su corazón audaz, comenzaba a comprender por fin que
su destino no era salvar un mundo moribundo, sino ayudar a dar forma a uno nuevo, uno
en el que Queitaris podría por fin brillar con luz propia como la ciudad
singular y sagrada que era, un faro de conocimiento y esperanza a orillas del
Mesogeis.”
Subödai u-Xiúr
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