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30 may 2017

La Historia de Queitaris (IX): La Era de los Arcontes.

Llega por fin la conclusión a la Crónica de Queitaris. En este último capítulo, el sabio Subödai nos conduce por los últimos doscientos años de historia queitari, relatando la fundación del Foederus y el advenimiento de los Arcontes. Por desgracia, Subödai concluyó su obra durante los primeros años del arcontado de Soloscrán, por lo que no pudo glosar los terribles sucesos que ocurrieron posteriormente, ni los años que preceden a la época en que se inicia El Héroe Durmiente. Quien quiera enterarse de más cosas, deberá acompañar a Erban en sus aventuras ;)

“Y así, de entre los despojos de un mundo arrasado por la guerra, ahíto de sangre y sin ningún poder emergente, se alzó Queitaris. La Ciudad Eterna, la más populosa de toda Helárissos, era un faro de riqueza, cultura y prosperidad que destacaba todavía más sobre las cenizas de conflictos pasados.

La Polis, crisol de todas los pueblos y culturas del continente,  tenía al frente a Parnicles, el filósofo, investido como Pritán por la Eclessía. El sabio político pronto dio muestras de gran astucia al firmar múltiples acuerdos y alianzas que fortalecieron más si cabe la posición de Queitaris. Fue él quien logró la lealtad de la célebre Hermandad de las Guardianas de Hacra, ofreciéndoles un nuevo hogar en la ciudad y convirtiéndolas en la guardia de élite de Queitaris.

Parnicles también consiguió firmar con la Confederación de Puertos y los soberanos de Punnaq un beneficioso tratado comercial. Junto con las grandes obras realizadas en el Oleuteris en ese tiempo, estas alianzas aportaron a Queitaris grandes riquezas y un flujo comercial sin precedentes. Como dijera el sabio filósofo Sácrimo un siglo atrás: ‘el verdadero poder de un imperio no mora en los corazones de sus soldados sino que florece en la astucia de sus mercaderes’.

De este modo, durante los veinte años de gobierno de Parnicles y sus compañeros ediles, Queitaris afianzó su posición dominante sobre un continente sediento de paz. Y en verdad la paz había llegado tras los terribles estertores del Gran Ducado, pero era una paz de cenizas y despojos: Kemoia había contenido a los fanáticos a costa de graves pérdidas; Alberanir se veía todavía sacudido por luchas internas entre barones; Áquiros era de nuevo una nación unificada, si bien apenas un vestigio de pasadas glorias; Punnaq se había aislado en sus islas, sus navegantes y comerciantes ahuyentados de las costas. En cuanto a la Marca, allí cundía el hambre y la pobreza entre pueblos desperdigados y tribus sin señor.

En esta situación la Ciudad Eterna podría haberse convertido en el corazón de un nuevo Imperio. Pero Queitaris no estaba llamada a emprender un camino de conquista, sino a forjar una primacía basada en la alianza y el arbitraje, sustentada por su influencia cultural, su poderío comercial y los mitos legendarios en torno al Cognós. Parnicles ya había dado pasos en este sentido, pero fue su sucesor, el culto Teósimo, quien terminó de dar forma al nuevo orden en Helárissos.

Así pues, desechada la vía de la espada, la consecuencia del apogeo de Queitaris era inevitable. La influencia de la Ciudad Eterna creció hasta permitir a Teósimo y a la Eclessía mediar en muchos conflictos y establecer pactos que, poco a poco, dieron forma al Foederus. Así nació la solemne alianza de todas las naciones de Helárissos, unidas en una liga entre iguales bajo la supervisión de un árbitro electo: El Arconte.

De común acuerdo se fijó la residencia de este árbitro en Queitaris, aunque, ¿cómo podría haber sido de otro modo? El cargo, vitalicio, era otorgado por una asamblea de legados de todos los miembros del Foederus, incluyendo Áquiros, Kemoia, Alberanir, Punnaq, la Confederación de Puertos y una coalición de ciudades y pueblos de la Marca. El papel del Arconte era el de mediar entre los miembros del Foederus y buscar una salida pacífica a cualquier conflicto, respaldado por el poderío y la influencia de Queitaris, la Ciudad Eterna.

El primer Arconte electo fue un destacado miembro de la Eclessía, nieto de Parnicles el Sabio: Arosgeles Parnío. Con él comenzó la larga estirpe de los Arcontes, que habrían de regir los destinos de toda Helárissos desde su sede de Queitaris, no como duques o emperadores sino como árbitros y consejeros respetados. Nunca antes se había visto algo así en toda la historia de Helárissos, y para muchos de los que vivieron estos primeros años gloriosos bien parecía que se había alcanzado la culminación de todas las cosas, el cénit de la civilización.

Pero no hay obra humana libre de corrupción ni logro que no se malogre con el tiempo, como bien sabemos los que dedicamos nuestros humildes esfuerzos al estudio de la historia. Al fin y al cabo, hasta el más sabio y honesto de los Arcontes no es más que un hombre, sujeto a las mismas debilidades y vaivenes. Diecinueve han vestido el manto plateado del Arcontado durante los últimos dos siglos, cada uno hijo de su tiempo y preso de sus circunstancias. Algunos hicieron honor a la dignidad de su cargo sagrado y mantuvieron y reforzaron el Foederus. Otros abusaron de su posición y debilitaron la solemne alianza hasta casi romperla.

Los niños que crecen hoy en Queitaris aprenden estas historias desde muy jóvenes. Conocen la osadía de Arosgeles II, bajo cuyo arcontado se produjo la llegada de los moijures que invadieron la baja Alberanir: Tras una cruenta guerra, el Arconte logró contenerlos e incorporarlos al Foederus. O la codicia de Milírigues I, que usó su posición para llenar sus bolsillos a costa de los comerciantes del Oleuteris, provocando una grave crisis que se saldó con su expulsión y el nombramiento de un nuevo Arconte.

Así, los últimos doscientos años no han estado exentos de conflictos. Algunos, sobre todo en Áquiros, se quejan de que la mayoría de los Arcontes son oriundos de Queitaris y que la Ciudad Eterna tiene demasiada influencia en su elección. Tal vez haya algo de verdad en ello, y bien cierto es que incluso los más honestos han favorecido especialmente a Queitaris. ¿Pero cómo culparles, si hasta el más sabio y comedido de los hombres se vería deslumbrado por el esplendor de esta bella e incomparable ciudad, perla de Helárissos?

Pero el historiador que se precie de serlo debe traspasar los velos del engaño, incluso los que uno mismo arroja sobre sus ojos, para desentrañar la verdad de los actos humanos. Los últimos Arcontes han cometido muchas tropelías e iniquidades que no deben ser olvidadas. Milírigues III, de infausta memoria, gobernó con hechuras tirano, y trastocó por la fuerza una de las reglas fundamentales del Foederus al empeñarse en elegir personalmente a sus dos inmediatos sucesores. Por sus malas artes el Arcontado pasó de ser un cargo electo a una dignidad hereditaria, y la crisis que causó tamaña afrenta todavía hace temblar los cimientos de la alianza entre las naciones de Helárissos.

A Milírigues III le sucedió su hijo Neróclito, el primero de tal nombre. Por fortuna, en este caso el hijo no siguió el ejemplo del padre y gobernó con razonable justicia, respetando el Foederus y sanando muchas de las heridas que su antecesor había causado. Sin embargo, no corrigió la mayor injusticia de Milírigues III, y permitió que le sucediera su sobrino Verclés III. Comenzaron así los años más oscuros del Foederus, pues este Arconte, antecesor del actual, fue en todo aspecto un paradigma de gobernante caprichoso, arbitrario, torpe y tiránico. La lista de sus iniquidades no tiene fin, y flaco favor haría a la mesura de este modesto relato desgranarlas con detalle. Baste decir que sus actos mancharon la dignidad del Arcontado hasta un punto que muchos temían irreparable, y a punto estuvo de quebrar el Foederus y provocar una guerra.

Pero dicen los sabios que los Dioses, aunque en ocasiones parezcan crueles, siempre nos dejan un resquicio de esperanza. Así, incluso el largo y terrible arcontado de Verclés III llegó a su fin, y aunque en su lecho de muerte también designó a su sucesor, éste buscó la aprobación de la asamblea de electores, que no se había reunido desde los tiempos de Milírigues III. De este modo el actual Arconte comenzó a remendar las deshilachadas costuras del Foederus, y sus actos durante sus primeros años de arcontado han traído algo de tranquilidad y mesura a Helárissos.

Y así se acerca el final de mi humilde crónica, con el Arcontado y el Foederus que han regido los destinos de Helárissos en una situación precaria en la que, no obstante, se atisban signos de mejoría. En un lado de la balanza es justo disponer los dos siglos de paz y prosperidad de los que todas las naciones de Helárissos han disfrutado bajo la égida de los Arcontes. En el otro lado, por desgracia, debemos aceptar que los Arcontes más recientes no han estado a la altura de sus predecesores, y sus arbitrariedades e injusticias continuas han resquebrajado la confianza que sustenta el orden de nuestro mundo. En el fiel de la balanza está el Foederus, y bajo nosotros se abre el abismo de la guerra y la tragedia de épocas pasadas.

¿Qué ocurrirá en el futuro? No es labor del historiador hacer predicciones, sino guardar un fiel registro de los hechos pasados, sopesarlos y analizarlos con cautela y honestidad. Pero el actual Arconte, Soloscrán, se ha mostrado firme y decidido a reinstaurar la ancestral dignidad de su cargo, y aunque algunas de sus decisiones han sido abiertamente criticadas (¿y qué gobernante puede jactarse de una total adhesión a sus políticas?), en otras se vislumbra el temple y la ambición con la que se forjan los grandes hombres. Que su arcontado sea el inicio de una nueva edad de oro del Foederus, o sólo una pausa en una larga y triste agonía, el tiempo lo dirá.

Pues sólo el tiempo es el verdadero juez de todo acto humano.”

Subödai u-Xiúr
Concluido en la Biblioteca de la Villa de Queitaris
durante el tercer año del arcontado de Soloscrán I


7 ene 2017

La Historia de Queitaris (VIII): El fin del Ducado y el nacimiento del Foederus.

Con un poco de retraso llega el siguiente capítulo de la historia de Queitaris, donde se narra el auge y la debacle del Gran Ducado Alberaní y los inicios de la Queitaris independiente que se ha convertido en faro de toda Helárissos en la época en la que transcurren las aventuras de Erban y compañía. ¡Ya sólo falta un capítulo para completar estas crónicas queitaris!

"Tras sus conquistas, Aelarus gobernó con justicia y equidad durante veinte años, y muy pronto se empapó del espíritu de Queitaris, de su cultura, del latido de sus calles arboladas. El hombre maduro que gobernaba desde la Ciudad Eterna poco tenía que ver ya con el joven jinete. A su muerte fue enterrado con honores, y los queitari le lloraron como uno más entre los suyos.

Sus sucesores controlaron el Gran Ducado durante cerca de un siglo. Pero el poderío alberaní, fundado exclusivamente sobre las espadas de sus caballeros, era frágil y no estaba destinado a durar mucho. El propio Aelarus ya tuvo que lidiar con algunas revueltas en las ciudades conquistadas, que no se dejaban asimilar por la cultura alberaní, más tosca y primitiva. También tuvo que afrontar algunas sublevaciones de los barones más levantiscos que no aceptaban la primacía de Queitaris. Aelarus supo resolver todos estos problemas gracias a su mano de hierro y su valor, y su hijo gobernó en relativa paz. Fue entonces cuando muchos alberaníes se asentaron en Queitaris y dejaron su impronta, que se mezcló rápidamente con las huellas de tantos otros pueblos y contribuyó a crear ese carácter propio, esa cultura que no era aquírea ni punneq ni marquisa ni alberaní, sino genuinamente queitari.

El reinado de los siguientes duques, en cambio, fue por regla general tumultuoso. Cuando no se enfrentaban con sus propios barones por una de tantas disputas feudales, tan comunes en aquel pueblo belicoso y orgulloso, se enfangaban en la compleja red de intereses y facciones que siempre han caracterizado a las populosas ciudades aquíreas, tan diferentes de las pequeñas aldeas y poblados de las montañas. Por si eso no bastara, el tercer duque se enfrascó en una larga guerra contra el Fad de Kemoia que acabó en tablas y obligó a los alberaníes a liberar las franjas norteñas de Kemoia que Aelarus había conquistado tras su victoria contra los fanáticos.

Y así por fin llegó también para el Gran Ducado la inevitable hora de la decadencia. El sexto duque reinante, Barlais, era un hombre débil de carácter y tan enamorado de Queitaris que vivía de espaldas a los asuntos de Alberanir, rechazando por completo un legado que todos sus antecesores, incluso aquéllos más influidos por la cultura queitari, se habían preocupado de conocer y respetar. Pronto surgió una fuerte oposición contra Barlais en las montañas y varios barones poderosos se sublevaron contra un duque al que consideraban extranjero y traidor. Por las mismas fechas se inflamó también la disidencia en varias ciudades aquíreas bajo control alberaní. Los disturbios no tardaron en tornarse rebelión abierta en Coszio, gracias al oro de la Confederación de Puertos, que siempre había tenido una relación cuanto menos tirante con los duques.

La situación fue agravándose paulatinamente sin que Barlais se mostrase capaz, o tan siquiera interesado, en resolverla. Tras varios meses de conflicto latente, un barón llamado Gaëris se hizo coronar duque en Berstad con el apoyo de la asamblea de barones. Sólo entonces Barlais se decidió a convocar a sus mesnadas y cabalgó hacia Alberanir para combatir al usurpador, dejando apenas una guarnición simbólica a sus espaldas para mantener el orden en Áquiros y Queitaris.

Mientras los dos duques guerreaban en las montañas, la rebelión en el Áquiros conquistado se agravó, aunque no contaba con ningún liderazgo claro. En las ciudades más occidentales el Senado de Táberis encabezó las revueltas y recuperó el control de buena parte de su antiguo territorio, mientras que en el este y el sur cundió el caos, con enfrentamientos a varias bandas entre las diversa facciones rebeldes y las guarniciones alberaníes.

¿Y qué ocurría mientras tanto en Queitaris? La Ciudad Eterna, como es habitual, siguió su propio rumbo al margen del resto del mundo, y se libró de la anarquía y el descontento que asolaban Áquiros. La guarnición que mantenía el orden estaba formada íntegramente por soldados queitaris (una costumbre que habían adoptado varios duques) lo cual evitó disturbios pero también socavó aún más el dominio alberaní, ya que en cuanto Barlais se marchó con sus caballeros, los magnates queitaris expulsaron a los regentes alberaníes y declararon la independencia de Queitaris. Una asamblea de notables tomó el poder, formada por personas de todo origen y cultura, si bien en su mayoría eran mestizos de varias generaciones, auténticos hijos de Queitaris.

Así nació la Eclessía, la Voz del Pueblo de Queitaris. Aunque su origen fue tumultuoso y sus primeros años difíciles, en verdad era ya muy similar a la asamblea que nos gobierna ahora con sabiduría y justicia. Bajo la advocación de la sagrada memoria de Tergocles Antodeo, la Eclessía proclamó a Queitaris como polis independiente y escogió al primer Pritán, un filósofo con reputación de rectitud y honestidad llamado Parnicles Orneo.

Fue Parnicles quien, desde el estrado que aún hoy se alza junto a la Cámara de la Eclessía, ante la ciudadanía allí congregada, pronunció unas palabras que han resonado durante siglos en los corazones de todo queitari de bien:

‘Nunca más un señor extranjero dictará nuestros destinos, sea aquíreo, alberaní o punneq. Queitaris es desde hoy libre, ¡libre para forjar su propio futuro! En vuestras manos, conciudadanos, está el poder para decidir qué será de nosotros de ahora en adelante. Una nueva era comienza hoy. ¡Alegraos, queitaris, pues nos pertenece a todos nosotros!

Para cualquiera que se emocione con el estudio de la historia, pocos instantes en los largos siglos de Helárissos brillan con mayor esplendor que aquella gloriosa jornada. A Queitaris le aguardaban todavía años oscuros por delante, guerras y miseria, pero también gloria y esplendor. Y en definitiva, ¿acaso vislumbrar la oscuridad que empaña el sendero a nuestros pies nos impediría seguir caminando, siempre hacia delante, sin echar la vista atrás?

Y mientras Queitaris escribía un nuevo capítulo de su historia, una guerra fratricida asolaba Alberanir. Muchas batallas se libraron al pie de las montañas y en los pasos de las tierras altas, hasta que por fin Barlais se impuso, mató al usurpador y reclamó de nuevo el control de su patria ancestral, la misma que durante tantos años había ignorado y despreciado.

Pero en su victoria se vislumbraba una derrota aún mayor, ya que había perdido Queitaris, y el Senado de Táberis controlaba ya más de la mitad del territorio aquíreo, si bien todavía con dificultades y revueltas. En la región más oriental reinaba el caos, y el gran puerto de Coszio se desangraba en una terrible guerra civil. El Gran Ducado de Aelarus se había deshilachado como una sábana vieja y raída.

Barlais se encontraba en una posición muy incómoda, pero todavía contaba con un ejército poderoso, y una vez pacificada Alberanir, se dispuso a reconquistar su Imperio. Tras asentar su posición en las montañas, reunió a sus caballeros y marchó de nuevo hacia el oeste. Pero el Senado no estaba dispuesto a ceder terreno, y las huestes senatoriales le plantaron cara en medio del desorden que reinaba en las ciudades más orientales de Áquiros.

La guerra que siguió fue terrible, pródiga en matanzas y abusos, hasta el punto que muchos entonces creyeron que los Dioses les habían abandonado y el mundo se precipitaba a su final. No era así, es cierto, ¿pero cómo culparles? Empujado por el odio, el hombre es capaz de atrocidades sin fin, y es harto difícil conservar la esperanza mientras la sangre derramada amenaza con asfixiarte.

Tanta muerte y tanto horror acabó resultando estéril, como suele suceder. Amenazado por nuevas revueltas de los barones levantiscos, Barlais se vio obligado a ceder y regresar a Alberanir a riesgo de perderlo todo. El Senado no pudo aprovecharse de la retirada alberaní, ya que se enfrentaba a sus propias revueltas. Áquiros estaba devastada y ahíta de sangre, y la guerra terminó por agotamiento de ambos bandos.

Así terminó la hegemonía alberaní de Helárissos. Barlais todavía reinó como duque unos pocos años convulsos, y sus sucesores estuvieron demasiado ocupados lidiando con guerras entre nobles y disputas feudales como para pensar en iniciar nuevas guerras de conquista. Tal vez, en otras circunstancias, Áquiros podría haber tomado el relevo y recuperar su papel como potencia dominante, pero su poderío se había derrumbado por completo. A duras penas pudo el Senado restablecer el orden y reafirmar su autoridad sobre ciudades empobrecidas y señoríos asolados.

Y fue entonces, en medio de tan incierta situación, cuando la nueva Queitaris independiente comenzó a despuntar. La ciudad, ya de por sí próspera, se había librado de los terribles conflictos de los últimos años y, bajo la sabía guía de Parnicles y la Eclessía, crecía y mutaba en algo nuevo, una mezcla insólita que bebía de todas las tradiciones que alguna vez se habían aposentado en la ciudad en su larga y sorprendente historia. La Polis abrazó la tradición comercial de Punnaq, la compleja cultura legal y judicial aquírea, la audacia y el sentido del honor alberaní, la laboriosidad kemoní, y quién sabe cuántas otras costumbres y visiones del mundo, y las fundió en su crisol de razas y pueblos.

En medio de un mundo sin grandes poderes, sin generales ambiciosos ni héroes invencibles, sin países en expansión ni imperios en su apogeo, la luz de Queitaris resplandeció como nunca lo había hecho hasta entonces, ni siquiera en tiempos de Tergocles Antodeo. Ya no era la perla de los grandes imperios del pasado, ni el trono dorado de los señores de Helárissos. Era una joya en sí misma, una ciudad populosísima, floreciente, centro de comercio e inexpugnable en su posición privilegiada, punto neurálgico de las rutas del Mesogeis y depositaria de una historia milenaria.

Y por si todo esto no fuera poco, Queitaris era un lugar sagrado, pues allí se había forjado la mítica Alianza entre los Dioses Antiguos y el hombre primitivo, el Cognós indescifrable. Aún hoy muchos sacuden la cabeza con escepticismo o ríen ante tales cuentos, pero este mito está muy arraigado en el corazón de cada hombre y mujer de Helárissos, y contribuye aún más a engrandecer el aura mítica de Queitaris.

Y así, haciendo gala de tal esplendor entre las ruinas de guerras atroces, había llegado por fin la hora de Queitaris para ocupar su legítimo lugar como señora de toda Helárissos, verdadera Ciudad Eterna y Sagrada. Pero, haciendo honor a su carácter singular, Queitaris no afianzaría su poder por medio de las armas como los imperios de antaño, sino recurriendo a medios más sutiles y, sin embargo, más duraderos. Se acercaba la Era del Foederus, el Solemne Tratado. Se acercaba la Edad de los Arcontes.”

Subödai u-Xiúr

23 sept 2016

La Historia de Queitaris (VII): El Gran Ducado de Alberanir.

Aquí llega un nuevo capítulo de la afamada historia de Queitaris. En esta entrega se narra la debacle final del Imperio Aquíreo y el establecimiento del Gran Ducado de Alberanir, un capítulo tumultuoso en el que la Ciudad Eterna volvió a jugar un papel esencial.

“Tras la muerte del gran Tergocles, el renovado Dominio Aquíreo mantuvo todavía su posición hegemónica en Helárissos durante unos cuantos años, bajo el gobierno del Senado de Táberis. Pero el convulso período de las Guerras Tergoclias había debilitado enormemente el poderío aquíreo. La sociedad seguía dividida y se enfrentaba a menudo siguiendo la estela de demagogos y charlatanes; el hambre y la pobreza golpeaban a los más humildes; y las legiones que todavía sostenían el dominio de Áquiros eran pasto de la indisciplina, la mala preparación y la desidia.

En verdad poco quedaba ya del Antiguo Imperio. Los estandartes aquíreos habían sido expulsados de casi toda Kemoia, su dominio sobre la franja oriental de la Marca era cada vez más tenue, y sólo en Alberanir mantenían todavía fuertes guarniciones en las tierras bajas. En cuanto a Queitaris, aunque nominalmente estaba sometida al Senado, en la práctica gozaba de gran autonomía y sus líderes a menudo ignoraban las órdenes venidas de Táberis. Era el tiempo de otros pueblos, tal y como Tergocles había vaticinado, pero ¿quién no se ha dejado cegar jamás por el orgullo y el miedo a los cambios?

Y así, cuando apenas treinta años habían transcurrido desde la muerte de Tergocles, una gran rebelión estalló el Alberanir. Un joven llamado Aelarus la lideraba, nieto del anciano Föerius. Según las crónicas de la época, era un gran jinete y un guerrero sin parangón, y hacía gala de la misma determinación que su abuelo. Pero además, Aelarus pronto dio muestras de un talento diplomático del que su ilustre antecesor siempre careció.

Tras una serie de fulgurantes victorias contra las guarniciones aquíreas más próximas a las montañas, Aelarus logró que la asamblea de barones le nombrara duque de Alberanir, el primero en ostentar ese título en siglos. Investido con semejante poder, convocó a los caballeros de Alberanir y, durante un histórico encuentro, denunció los vergonzantes pactos por los que sus ancestros se habían sometido a Áquiros y proclamó la libertad de toda Alberanir.

Muy pronto sus feroces jinetes expulsaron a los aquíreos de las tierras altas, y Aelarus se aprestó a hacer lo mismo con las tierras bajas de su patria. Para ello contaba con una gran ventaja, ya que su abuelo le había instruido a la perfección en las tácticas de las legiones, y supo adiestrar a sus caballeros para contrarrestarlas. Tras unas semanas de maniobras, y en contra de la opinión de varios barones que apostaban por continuar con la táctica de guerrillas del pasado, Aelarus se enfrentó en batalla campal contra una de las tres legiones estacionadas en Alberanir, y la aplastó por completo. El eco de semejante victoria animó a más barones a unirse a la rebelión.

Cuando el Senado supo de la derrota, se aprestó a enviar refuerzos. No fue una decisión fácil, y hubo graves discusiones entre los senadores y un clamor entre la plebe que no entendía el empeño de seguir luchando y sangrando por una tierra mucho menos productiva que Kemoia o la Marca. Así piensan a menudo las gentes humildes, que sólo desean pan y calma para afrontar los sinsabores de la vida. Para los senadores, en cambio, perder Alberanir suponía renunciar al último vestigio imperial, amén de la riqueza minera de las tierras altas. ¿A quién dar la razón? A ojos de la historia, la gloria y el poder son seductores y la lógica del gobernante siempre parece sólida, mientras que la sangre derramada, los lamentos y la miseria pronto se olvidan. Sea como fuere, el Senado decretó una movilización general, hizo levas y puso al frente de las nuevas legiones al general Evaro Férides Miliro.

Muchos cronistas bautizan a Evaro como el último general brillante de Áquiros. Bien es cierto que supo ver las debilidades de sus legiones, bisoñas y mal armadas, y decidió que el modelo de legión aquírea, que apenas había variado desde los tiempos de Cládiques, había quedado obsoleto. Ni sus hombres ni las arcas de Táberis podían sostener ya una campaña duradera con grandes legiones en liza. Así pues, Evaro reorganizó las levas en cuerpos más pequeños y móviles, con mayoría de arqueros y soldados ligeros, y marchó a Alberanir.

Fue la llamada Guerra de Invierno, a causa de las terribles nevadas y el frío gélido que cubrió el norte de Helárissos aquel año. Gracias al talento de Evaro, los aquíreos lograron mantener a duras penas sus posiciones en las tierras bajas, pero todos sus intentos de internarse en las montañas acabaron en desastre. Aelarus y sus caballeros siempre llevaban la iniciativa y a menudo lanzaban devastadoras razias en el llano.

La guerra pronto dejó exhaustas las arcas de una Áquiros que se desangraba a ojos vista. Evaro se desgañitaba solicitando refuerzos mientras realizaba verdaderos milagros para mantener su precaria posición. Pero cada vez que el Senado trataba de hacer nuevas levas se arriesgaba a una revuelta, y apenas podía asegurar el aprovisionamiento de las tropas. Sólo la mayor prosperidad de Queitaris, que aportaba recursos para la guerra a regañadientes, evitó durante un tiempo el desastre.

Pero al final, la carestía y el hambre se enseñorearon de Áquiros. Los tumultos se convirtieron en rebelión y el Senado cayó, sustituido por una asamblea de emergencia bajo el mando del Cónsul Baro Mádiques Ecneo. Este nuevo gobierno se mostró pronto débil e indeciso, más preocupado por restablecer el orden y poner freno a las protestas de los hambrientos que por resolver un conflicto lejano.

Abandonadas a su suerte, las tropas de Evaro se enfrentaron a Aelarus en el monte Sórik en una última batalla. A pesar de su talento y de la resistencia de sus hombres, pronto las huestes aquíreas se vieron sobrepasadas, y al atardecer sus filas se rompieron y fueron barridos por la carga furiosa de la caballería alberaní. Evaro fue capturado y, tras un breve encuentro con Aelarus, quien se mostró clemente y cortés con él, fue devuelto a Áquiros con un mensaje muy claro: Alberanir es libre.

El destino del fiel Evaro fue en verdad terrible. Insultado y vituperado a su llegada a Táberis, nadie tuvo en cuenta su valor ni su talento, y el Cónsul Baro lo hizo ejecutar por su derrota. Los Dioses pronto le harían lamentar tan terrible decisión.

En medio del caos y los disturbios, y aprovechando que contaba con la lealtad de las tropas, Baro se hizo con el poder y se proclamó emperador. Así se inició el fugaz Imperio Medio, cuya breve historia es un compendio de inestabilidad, enfrentamientos civiles, conjuras y traiciones. Así, el arrogante Baro apenas aguantó seis meses en su trono antes de ser asesinado. Le sucedió su primo Cládiques, tan enamorado de la leyenda de su augusto nombre que soñaba con restablecer la vieja gloria imperial a golpe de espada. Dos semanas de locuras y órdenes imposibles se saldaron con su cabeza en una pica y un simple capitán de la legión taberisea sentado en el trono: Sílies Arneo.

Y mientras Áquiros se desangraba de tal modo, el victorioso Aelarus había asentado su poder en Alberanir y planeaba gestas aún mayores. En su corazón albergaba la intención de convertir a los opresores en oprimidos y grabar su nombre en los los lied de su pueblo para siempre. Pero antes tenía que hacer frente a una nueva amenaza que había despertado en Kemoia.

Por aquel entonces los últimos retazos de los acuerdos que Tergocles había logrado arrancar a los revoltosos kemoníes habían saltado en pedazos, y una nueva secta del Profeta Mártir se había adueñado de las marcas más septentrionales de Kemoia. Las tropas fanáticas, tras ser rechazadas en el sur, marchaban hacia el norte para extender su guerra sagrada contra los herejes. Aelarus reunión a sus mesnadas y cabalgó para defender las fértiles tierras bajas de Alberanir. La guerra entre ambos pueblos, que hasta entonces apenas se habían enfrentado entre sí al hallarse bajo la paz común de Áquiros, fue terrible y sangrienta. Pero al final se impuso el poderío de la caballería alberaní, y Aelarus extendió sus dominios hasta los límites de Kemoia.

El joven y valiente duque se sentía fuerte y sus victorias habían dado alas a su ambición. Entre los suyos hablaba abiertamente de crear su propio imperio, pero para ello sólo había un camino: Áquiros, y por encima de todo la Ciudad Eterna, Queitaris, donde tantos emperadores habían establecido su corte en el pasado. Dispuesto a lograr tal gesta, Aelarus lanzó a sus huestes hacia occidente, una tropa numerosa que contaba con la mejor fuerza de caballería que jamás había hollado la tierra de Helárissos.

Aelarus puso sitio a Coszio y la tomó en pocos días, quemando buena parte del exiguo poder naval aquíreo. El terror se extendió rápidamente por Áquiros, que se veía invadido por primera vez desde las lejanas Guerras del Mesogeis. El emperador, Sílies, que había servido a las órdenes del malogrado Evaro, logró reorganizar las  tropas y plantó cara al invasor. Pero a pesar de su valor, Sílies no era Evaro ni estaba a la altura de los grandes generales del pasado. Sufrió una terrible derrota a las puertas de Emerasta, y fue asesinado por un esbirro de sus rivales políticos mientras trataba de huir.

Con su muerte pereció la última resistencia de Áquiros. Cinco emperadores se sucedieron en poco tiempo, todos ellos peleles de facciones ferozmente enfrentadas, mientras la caballería alberaní avanzaba sin apenas oposición. Fue entonces, durante esta debacle, cuando las Guardianas se marcharon de Áquiros y establecieron su refugio en las montañas occidentales, en la célebre ciudadela de Hacra.

Finalmente, con buena parte de Áquiros en poder de los alberaníes y la caballería a las puertas de Táberis, el duque Aelarus se avino a parlamentar con el emperador, un anciano senador llamado Graelo. ¿Por qué, con la victoria al alcance de su mano, accedió el joven conquistador a negociar con un enemigo casi vencido? Tal vez porque el verdadero objeto de su deseo era Queitaris, y sabía que ni siquiera sus afamados caballeros podrían derribar el Muro de Tergocles. La Ciudad Eterna, incluso con una pequeña guarnición, era inexpugnable.

Según cuentan las crónicas, cuando Aelarus se reunión con Graelo y los senadores, les propuso dos alternativas: O se rendían y le entregaban Queitaris, a cambio de conservar algunas de sus ciudades y cierta autonomía, o arrasaría Áquiros de extremo a extremo. Graelo cedió, cabizbajo.

Y así Aelarus atravesó triunfante el Muro de Tergocles a la cabeza de sus caballeros y estableció su trono en Queitaris como Gran Duque de Helárissos. La ciudad se sometió a regañadientes, aunque los queitari, según cuentan, no tardaron en apreciar la magnanimidad del joven duque, quien por otra parte les había librado de una vez por todas de los últimos vestigios de influencia aquírea.

Bajo el astuto gobierno de Aelarus, el Gran Ducado de Alberanir se convirtió en la nueva potencia hegemónica de Helárissos, un reino que se extendía desde Kemoia hasta el este de Áquiros. El oeste de Áquiros, por otra parte, quedó convertido en un pequeño estado tributario gobernado desde Táberis. Graelo fue depuesto en una ceremonia humillante, y tras una tumultuosa transición se formó un nuevo Senado para gobernar el menguado Dominio de Áquiros.

Así sucede a menudo con el devenir de la historia. Tal y como anticipara el sagaz Tergocles, la estrella de Áquiros se había apagado por fin tras años de estertores y lenta agonía, y una nueva luz brillaba en el firmamento. Y como tantas veces había sucedido en el pasado, Queitaris estaba llamada a jugar un papel fundamental en el nuevo orden, ¿pues qué otra urbe en toda Helárissos puede rivalizar con el esplendor y la grandeza de la Ciudad Eterna?”

Subödai u-Xiúr

18 jul 2016

La Historia de Queitaris (VI): El ocaso de Áquiros.

He aquí un nuevo capítulo de la historia de Queitaris, de la mano del ínclito Subödai. En esta nueva entrada se narra el final de la historia de Tergocles Antodeo, sus últimas hazañas y pesares. Con su muerte se puso fin a una larga era de dominio aquíreo, y les llegó el turno a otros pueblos de Helárissos de brillar y reclamar su justo lugar en la historia.

“Y así, con la inesperada proclama de Tergocles desde lo alto del Muro, llegaron los extraños Años de la Partición. Toda Áquiros quedó en manos de un Senado corrupto bajo el liderazgo cada vez más despótico de Ecnérides Voreo, quien, en su creciente soberbia, se hacía llamar “El Deseado”. Queitaris quedó aislada tras sus inexpugnables defensas, protegida por el Muro de Tergocles, su flota y su habilidosa diplomacia.

Fueron tiempos extraños en la Ciudad Eterna, tiempos de aislamiento y cautela, pero también de prosperidad y emoción, tiempos que alumbraron un sentimiento cada vez mayor de independencia y cultura propia. Pues, por primera vez desde los años antiguos, Queitaris se gobernaba a sí misma, libre de los caprichos y las ambiciones de otros pueblos.

Durante un tiempo reinó una paz vigilante entre Queitaris y Áquiros. Ecnérides y sus adláteres trataron en varias ocasiones de quebrar las defensas de la Ciudad Eterna, por la fuerza y mediante traición, pero todas sus intrigas fueron desbaratadas y sólo provocaron un inútil derramamiento de sangre.

El Senado también trató de hacer regresar a las guarniciones de las provincias para fortalecer su poder, pero la última orden de Tergocles seguía vigente y los legados en Kemoia, en Alberanir y en la Marca se negaron a abandonar sus puestos, conscientes de que sólo la presencia de las legiones mantenía la paz y el dominio de Áquiros sobre los pueblos conquistados. Al final los senadores se vieron obligados a desistir, ya que no tenían medios para castigar la desobediencia de las tropas. Cuentan las crónicas de la época que Ecnérides redobló la virulencia de sus invectivas contra Tergocles, pues veía que el poder que tan fácilmente había conseguido se le escurría de entre las manos como agua.

Mientras Ecnérides y sus esbirros trataban de asentar su dominio, Tergocles se dedicó en cuerpo y alma a embellecer y mejorar Queitaris. Se acometieron grandes obras urbanas y se promulgaron varias leyes que aún hoy siguen vigentes, y a pesar del aislamiento el comercio no dejó de florecer a través de los acuerdos que Tergocles logró firmar con Punnaq y con el Concejo de la Confederación de Puertos.

Pero Tergocles, a pesar de las apariencias, no se había olvidado del resto de Áquiros, y mantenía espías en Táberis y en otras ciudades. A través de estos agentes supo que sus palabras sobre el Muro habían agitado las conciencias de muchos aquíreos recelosos del dominio imperial, y que la creciente tiranía de Ecnérides comenzaba a levantar ampollas entre la misma población que le había aupado al poder.

Así transcurrieron unos pocos años convulsos. El auto-proclamado Cónsul Supremo se había convertido, salvo por su título, en una amalgama de los peores monarcas de la historia imperial, y en su inagotable soberbia ambicionaba la gloria militar de los antiguos líderes. Dicen quienes le acompañaron en esa época que no dejaba de soñar con el dominio sobre toda Helárissos, y peroraba sobre la multitud de pueblos que se arrodillarían ante sus tropas.

Ahíto de su propia arrogancia, Ecnérides se decidió a lanzar una campaña de conquistas. Con Kemoia y Alberanir todavía sometidas (y no por él, cosa que le amargaba sobremanera), Voreo puso sus ojos sedientos de victoria en el oeste y el norte: Las tierras más occidentales de la Marca, todavía independientes, y las provincias bárbaras septentrionales: Samatea, Garonar y Firnea.

Sin duda parecían premios menores, pues se trataba de tierras poco pobladas, hogar de tribus bárbaras y pueblos nómadas. Pero Ecnérides no se dejó amilanar por tales argumentos y ordenó armar un ejército numeroso, formado por contingentes mercenarios y levas de ciudadanos. En cuanto todo estuvo listo, lo dividió en dos cuerpos y envió uno a la Marca y otro al Norte entre graves proclamas y fastos victoriosos. Dicen las malas lenguas que, cuando Tergocles supo de todo esto, sonrió, pues adivinaba lo que iba a ocurrir.

En la Marca, tras unos primeros ataques sencillos y un avance sin demasiadas complicaciones, las tropas de Ecnérides se vieron apabulladas por la ferocidad, la estrategia guerrillera y la astucia de los “incivilizados” marquíes. Varios cuerpos de mercenarios, como las Manos de Acero, fueron aniquilados, y otros como las Guardianas de Hacra sufrieron muchas pérdidas y renegaron de Ecnérides, a quien aborrecían. Entre las eruditas de la Orden se dice que fue entonces cuando adoptaron la falcata como arma característica, tras haber sufrido en sus propias carnes su brutal eficacia en manos de los marquíes.

En el norte las cosas no fueron mejor para las tropas del déspota. Aunque las tribus bárbaras no eran rivales tan terribles como los marquíes, la propia tierra fría, estéril y oscura causó centenares de bajas aquíreas. Entre uno y otro conflicto se perdieron miles de vidas durante casi dos años. Para cuando Ecnérides cedió y abandonó sus fútiles planes de conquista, se había quedado sin apenas tropas leales, y con un pueblo cada vez más harto de su tiranía. Incluso entre sus esbirros comenzaban a pesar demasiado sus locuras y arbitrariedades. Ecnérides respondió con brutales purgas y ajusticiamientos que no hicieron sino exacerbar aún más los ánimos.

No pasaron muchos meses antes de que estallara una rebelión general por toda Áquiros, y al mismo tiempo el Muro de Tergocles se abrió por primera vez en años y la legión kemonisea avanzó hacia Táberis. A la cabeza cabalgaba en propio Tergocles, aclamado por el mismo pueblo que no tanto tiempo atrás había protestado contra él. ¿Qué pensamientos rumió Tergocles mientras marchaba entre vítores y muestras de lealtad? Sólo los Dioses lo saben, pero se cuenta que sus ojos miraban con tristeza, y su sonrisa era una mueca amarga.

Todo el poder de Ecnérides Voreo y sus acólitos se derrumbó en un suspiro, sin apenas violencia. Aunque algunos senadores fueron linchados por la masa enfurecida, la mayoría fueron capturados y juzgados por Tergocles, quien les dispensó un trato firme pero compasivo. Ecnérides, en cambio, se libró del escarnio público y de la vergüenza de someterse a su odiado rival al arrojarse desde lo alto de la cúpula del Senado antes de que lo prendiera una escuadra de guardianas.

Y así Áquiros quedó reunificado de nuevo, pero sólo por un instante, pues a pesar del apoyo popular para que volviera a asumir el trono imperial, Tergocles era esclavo de sus palabras, y así lo hizo saber a sus allegados: ‘El Imperio está muerto, como dije. Muerto de podredumbre y tiranía. Aunque estos falsos senadores cayeron en el mismo mal, sus razones eran ciertas al principio. Áquiros debe volver a sus orígenes bajo un Senado justo y legítimo, o se consumirá entre los estertores de su arrogancia’.

Y con un último gesto que terminó de esculpir su leyenda, Tergocles renunció de nuevo al Imperio y promovió la elección de un nuevo Senado al que entregó la soberanía de Áquiros y el control de todas las legiones. Sólo puso como condición seguir gobernando Queitaris con su fiel legión kemonisea, con la firme promesa de que, tras su muerte, la Ciudad Eterna volvería al Senado, ya que no tenía descendientes que pudieran heredarle. Cuando todo estuvo dispuesto, Tergocles cabalgó de nuevo a su amada Queitaris, buscando por fin un poco de paz y reposo para su espíritu agotado.

Pero los Dioses a menudo son despiadados, y la grandeza sólo puede templarse con dolor y penuria. Todavía le quedaban batallas por librar a Tergocles, y la más terrible le llegó de forma inesperada cuando, según cuentan los cronistas, supo de la muerte de aquella mujer misteriosa cuya sombre le había acompañado durante tantos años. Sólo entonces se supo que su nombre era Larsti, y su pérdida infringió una terrible herida en el corazón de Tergocles.

Más ni siquiera entonces pudo retirarse y dolerse en silencio por su pérdida, porque el último acto de las Guerras Tergoclias se había desatado en las lejanas tierras de Kemoia. Una nueva corriente religiosa, heredera de las proclamas del Profeta contra el que habían combatido años atrás, se había alzado con tal fervor que había derrocado al rey-títere de la Menopdría e impuesto un nuevo monarca ungido por su Dios-Mesías. El nuevo Senado, abrumado por las circunstancias, pidió ayuda a Tergocles.

A regañadientes, éste aceptó el encargo y se puso al frente de las legiones una última vez. A pesar de sus años y su dolor, luchó con gran habilidad y fiereza y, tras meses de combates inciertos, logró una victoria decisiva que contuvo la amenaza, aunque, por primera vez, Áquiros se vio obligado a retroceder y renunciar a buena parte de Kemoia. Sólo así se garantizó la paz, al menos por un tiempo.

Tergocles, herido y agotado, amargado por la pérdida de su leal Sécrato en esta última campaña, regresó lentamente a Queitaris por tierra, atravesando en su periplo la región de Alberanir. Allí, cuentan las leyendas que se reunión con su antiguo enemigo, Föerius. El caudillo alberaní era ya un anciano, pero su sed de libertad no se había saciado. Dicen que Tergocles le convenció para no desatar otra guerra, y la tradición recoge estas palabras del gran Antodeo: ‘Tus hijos serán libres, señores de muchas tierras. Porque yo soy Áquiros, la última estrella del poder de mi pueblo. Cuando muera, su luz se extinguirá conmigo. Es tiempo de otros pueblos y otros astros’.

Sin duda este discurso es apócrifo, pero dicen los eruditos que recoge muy bien el pensamiento de un Tergocles que regresaba a su hogar con el corazón extenuado tras tantos años de tareas ingentes y sinsabores. Cuando llegó por fin a Queitaris, rechazó los fastos y las ceremonias y se encerró en su palacio, y durante días vagó en solitario por las estancias vacías y los senderos de los acantilados. Cuentan que a menudo se detenía bajo los pinos y contemplaba el mar embravecido, una figura enjuta de pelo cano y rostro apagado, apenas una sombra del hombre que había reescrito varias veces la historia de Áquiros y de toda Helárissos.

Sólo un par de viejos confidentes le acompañaban de vez en cuando, y gracias a ellos conocemos algunos retazos de sus últimos pensamientos. Así, durante una de aquellas largas caminatas, Tergocles vio el atardecer sentado a la sombra de una encina, y derramó lágrimas amargas, y con voz quebrada dijo: ‘He ayudado a dar forma a un nuevo mundo. Pero llegada esta hora, no sé si será mejor o peor que el que derribé, más justo o más cruel, más luminoso o más oscuro. Toda mi obra, todos mis desvelos me parecen fútiles ahora. Cuánta sangre, cuánto dolor para tanta incertidumbre.’

Y así, tras unos pocos meses, Tergocles enfermó y murió. Con su último aliento, según cuenta la tradición, pronunció el nombre de Larsti, cuya memoria le había acompañado durante sus últimas horas. Grande fue la pena y el dolor que recorrió Queitaris y toda Áquiros al saberse la noticia, y grandes fueron los fastos de sus exequias, a pesar de que había dejado dispuesto que se le enterrara con humildad. Cuando se hubieron acallado los últimos lamentos y oraciones, Queitaris volvió al redil del Senado, y así Áquiros quedó reunificada una vez más.

Con Tergocles murió el último vestigio del Viejo Imperio. Una nueva época daba comienzo, pero ni los más sabios podían augurar qué aguardaba aguas abajo del incontenible río del tiempo. De lo que no cabe duda es que, para Queitaris, los años de independencia bajo el sabio reinado de Tergocles no cayeron en el olvido, y las semillas de su futuro esplendor habían quedado firmemente sembradas.

Muchos hombres y mujeres han contribuido a labrar los destinos de la Ciudad Eterna, muchos pueblos y muchas culturas han aportado al crisol que la define y corona como reina de las ciudades y verdadero corazón de Helárissos. Pero nadie en la larga cuenta de los siglos ha dejado su impronta en las calles teñidas del verde de los árboles como Tergocles Antodeo, el Gran Constructor, el Último Emperador.”

Subödai u-Xiúr

2 jun 2016

La Historia de Queitaris (V): El Muro de Tergocles.

He aquí un nuevo capítulo de la historia de Queitaris, la ciudad que juega un papel vital en toda la saga de Helárissos. Esta nueva entrada prosigue con la vida y obra de Tergocles Antodeo, una de las figuras más determinantes en el devenir de la Ciudad Eterna. ¡Espero que os guste!

“Y así, mientras las tropas rebeldes avanzaban hacia el sur y cundía la anarquía en todas las ciudades de Áquiros, Tergocles convocó a sus más fieles tropas, incluyendo la guardia imperial y la afamada legión kemonisea al mando del leal Sécrato, y las acantonó en el estrecho istmo que une la Península del Halcón con el Dominio de Áquiros. Al mismo tiempo, la flota leal al Emperador zarpó para bloquear los puertos rebeldes de Coszio y Alba Sersia y proteger el Oleuteris y las Playas Blancas, pues sólo en estos lugares la escarpada costa de la Península permitía realizar un desembarco. De este modo, Queitaris quedó completamente rodeada por un cerco de escudos y lanzas.

Pero Tergocles no se limitó a aguardar. En secreto hizo llegar mensajes a todas las guarniciones de las provincias exteriores del Imperio: La Marca, Alberanir y Kemoia; y les dio la orden de mantenerse al margen del conflicto a toda costa, pues su deber era salvaguardar la integridad del Imperio, y el Emperador sabía que, si las tropas acantonadas regresaban a Áquiros a combatir, el dominio aquíreo que tanta sangre y dolor había costado mantener se derrumbaría en cuestión de días.

Y tanto era el prestigio de Tergocles, tanta la fama que se había labrado entre los legionarios, que salvo unas pocas excepciones la mayoría de guarniciones acataron su orden e ignoraron las amenazadoras exigencias de Ecnérides para que se unieran a los senadores rebeldes. Mucho han discutido los sabios el por qué de esta acción de Tergocles, ya que le habría resultado fácil atraerse a las legiones y, con su poderío, aplastar a los rebeldes. Algunos dicen que antepuso el Imperio a su propia supervivencia, otros que ya entonces había tomado la decisión que trastocaría por siempre la historia de Helárissos. Muchas son las sombras que se atisban al tratar de desentrañar el pasado, y sólo los Dioses podrían iluminar nuestra ignorancia.

Y así por fin el numeroso, aunque desorganizado, ejército senatorial llegó a las inmediaciones de la Península con la intención de tomar Queitaris y ejecutar a Tergocles. El Emperador se puso al frente de sus leales, y ambas huestes se enfrentaron en una sangrienta batalla. Cuentan las crónicas que, en los llanos de Caude, hasta tres veces avanzaron las tropas rebeldes, y tres veces lograron los legionarios de Tergocles expulsarles. Al final el propio Emperador marchó bajo el estandarte mientras caía la noche, y derrotó a los rebeldes. Cuentan que el cielo nocturno se tiñó de rojo. Rojo fuego, rojo sangre, y también el profundo púrpura de una magia antigua.

Al amanecer la tropa rebelde huyó en desbandada del lugar, y dicen que el propio Ecnérides salvó la vida agarrándose al estribo de un jinete mercenario. Sécrato y otros generales fieles abogaron por perseguir al enemigo y acabar de una vez por todas con los senadores traidores, pero Tergocles se negó. ‘¡Si no les damos caza, la guerra continuará y muchos otros morirán!’ protestaron sus hombres. Tergocles sacudió la cabeza y oteó con tristeza hacia sus espaldas, hacia Queitaris. ‘Haga lo que haga, Áquiros sangrará. Ya nada puede evitar eso.’

Y dicho esto, Tergocles mandó acantonar a las tropas y proteger la Península a toda costa, mientras a sus espaldas un ejército de canteros, carpinteros, herreros y tallistas se afanaban en alzar un gran muro que cerrase por completo el istmo entre Queitaris y Áquiros. Fue aquélla una tarea titánica, una proeza digna de leyenda, pues mientras los legionarios resistían embate tras embate de las tropas rebeldes (si bien nunca tan brutales como el primer asalto que habían rechazado), la poderosa muralla crecía sin cesar gracias a la voluntad de Tergocles, al sacrificio de unos entregados queitaris, y quién sabe si a algo más.

¿Intervino la magia en aquella magna obra? ¿Era aquella misteriosa mujer, cuya sombra siempre envolvía a Tergocles, en verdad una hechicera del Magis ekón? Los eruditos rechazan tales ideas como burdas fantasías, pero no cabe duda que sólo la magia de un poderoso Heptaqón parece explicar el rápido avance de la construcción del muro de que hablan los cronistas de la época.

Jugara o no la magia un papel en ello, por fin el muro quedó levantado. Aún hoy en día, cualquiera que lo contemple por primera vez se siente atenazado por su imponente apariencia, con sus poderosos contrafuertes y sus torres circulares. Cuando se cerró el último lienzo, las tropas leales se refugiaron tras él, y el Oleuteris quedó cerrado por dos gruesas cadenas de acero. También en Playas Blancas se habían alzado imponentes fortificaciones. Queitaris y su Península eran ahora inexpugnables.

Una nueva hueste rebelde se aproximó al muro. A su cabeza, vestido de blanco y dorado, cabalgaba un ensoberbecido Ecnérides, quien se había hecho proclamar Cónsul Supremo. A la sombra de las altas torres de piedra, los senadores pidieron audiencia con aquél que llamaban tirano y monstruo. Tergocles se asomó desde lo alto del parapeto, ataviado con la tiara y el manto imperial, y les saludó con voz cálida.

Ecnérides se burló de él con palabras rudas y exigió su rendición inmediata y la entrega de Queitaris, o arrasarían con todo lo que encontrasen a paso. Más aún, el supuesto Cónsul se pavoneó luciendo sus vestiduras, proclamando a voz en grito que toda Áquiros estaba con él. Dicen que Tergocles sonrió feroz al oír aquello, pues sabía que no era cierto. Unos pocos meses habían bastado al ambicioso Voreo para demostrar su ambición y su tiranía, y ya muchas voces comenzaban a alzarse contra la iniquidad de los autoproclamados libertadores.

Tergocles respondió con firmeza, acallando las bravatas de Ecnérides. Ningún ejército mercenario atravesaría jamás el muro. Cualquier asalto no serviría más que para provocar un inútil baño de sangre. Pero el propio Tergocles tampoco deseaba prolongar aquella guerra estéril, aunque bien podía convocar a las guarniciones exteriores y barrer Áquiros con ellas. Por todo ello, estaba dispuesto a aceptar que el Senado gobernase Áquiros. ‘Pero no Queitaris.’ Añadió con voz tonante. ‘Esta ciudad permanecerá bajo mi cuidado y el de mis descendientes, y sólo sus gentes decidirán su destino.’

Cuentan que Ecnérides enrojeció de rabia ante estas palabras, aunque fingió tomárselas a broma. Pero sus chanzas y sus insultos vacíos murieron bajo la poderosa voz de Tergocles Antodeo:

‘Vosotros, senadores, elegidos por el pueblo de entre el pueblo, habéis traicionado vuestros juramentos y traído la guerra a nuestra tierra. Por evitar derramamiento de sangre, no os combatiré. Pero tened esto en cuenta: sólo si aceptáis mis términos, Áquiros podrá mantener su esplendor y dominio sobre toda Helárissos. De lo contrario… ¡éste será el fin del mundo que hemos conocido! ¡El Imperio Antiguo ha muerto, suya es la sangre que mancha vuestras manos!’

Y dicho esto se arrancó el manto y la tiara y los arrojó al vacío. Luego se dio la vuelta y desapareció, abandonando a Ecnérides y sus seguidores en un insoportable silencio de confusión y duda. Cuentan que algunos de los senadores apostaron por atacar de todos modos, pero la mayoría de los rebeldes se sintieron intimidados por la amenazadora sombra del muro y las feroces palabras de Tergocles, y optaron por volver grupas de vuelta a Táberis.

Y así Tergocles Antodeo se ganó el nombre de Último Emperador, renunciando voluntariamente a la misma corona que, durante los primeros años de su reinado, muchos auguraban que perdería por traición o revuelta. Y con su acto inesperado puso fin a la dinastía imperial que había gobernado Áquiros desde el trono de Queitaris, y el dominio aquíreo volvió de nuevo al Senado de Táberis. Pero la leyenda de Tergocles aún no había terminado, pues como señor de Queitaris todavía le aguardaban grandes proezas y grandes penas, y un papel que jugar en un mundo convulso y tambaleante.

Pues cuentan quienes compartieron sus días con él que Tergocles, ya entrado en la madurez y con demasiadas cicatrices en su piel y en su corazón audaz, comenzaba a comprender por fin que su destino no era salvar un mundo moribundo, sino ayudar a dar forma a uno nuevo, uno en el que Queitaris podría por fin brillar con luz propia como la ciudad singular y sagrada que era, un faro de conocimiento y esperanza a orillas del Mesogeis.”

Subödai u-Xiúr

11 may 2016

La Historia de Queitaris (IV): Las Guerras Tergoclias.

Para retomar la actividad del blog, voy a continuar con la serie dedicada a la historia de Queitaris, adaptada de las obras de Subödai "el viejo". El siguiente capítulo continúa allí donde lo dejamos (¡hace cinco años!), narrando los primeros compases del reinado de Tergocles Antodeo, el llamado Último Emperador. Tergocles es una figura fundamental en la historia de Helárissos, y sus actos en parte históricos y en parte legendarios están muy entrelazados con el destino de Queitaris. Aquí veremos cómo se labró su fama de gran guerrero y pacificador, y cómo revitalizó un Imperio moribundo... por un tiempo.

“Y así, de la forma más inesperada, un oscuro segundón se ciñó la corona de un vasto Imperio que se desangraba por múltiples heridas. A pesar del clamor popular y los anhelos que le habían aupado al trono, pocos en verdad creían que el reinado de Tergocles duraría más allá de unos pocos meses. La cuestión para muchos era, más bien, qué acabaría antes con él, si las disensiones internas, la traición, o la guerra que se desataba en los confines del Imperio.

Tergocles veía ante sí varios frentes abiertos, pero en su corazón latía la fuerza de la leyenda, y los primeros brotes de una nueva primavera enverdecían las calles otoñales de Queitaris. Cuentan que, reunido con sus más fieles servidores, y tras exponerle éstos todos los problemas que amenazaban su incipiente reinado, Tergocles les condujo por las avenidas arboladas de la Villa Imperial y les mostró el follaje dorado de los chopos. ‘Ved cómo Queitaris ha despertado al fin.’ Les dijo. ‘Los Dioses nos han concedido una última oportunidad.’

‘¿Pero cómo nos enfrentaremos a tantos desafíos?’ Le preguntaron con inquietud.

Como se enfrenta uno a una manada de lobos hambrientos: De uno en uno.’

Y con una sonrisa de convicción, Tergocles se puso manos a la obra. Aprovechando el apoyo del pueblo y la tregua tácita que el Senado se había visto forzado a aceptar, ordenó hacer levas por toda Áquiros hasta lograr formar dos legiones completas. Se cuenta que, para completar los números, comprometió incluso a su propia guardia imperial, y cuando algunos oficiales mostraron su descontento, les dijo así: ‘Vuestro deber es protegerme, y yo marcho a Kemoia, a la guerra. Así pues, vendréis conmigo.’

Y así, Tergocles zarpó con sus tropas desde el puerto de Coszio, y tras una singladura sin incidentes desembarcó en la Menopdría. Allí se reunió con las escasas tropas aquíreas que todavía mantenían la ciudad frente a los ataques de los fanáticos, y empuñando una espada como hiciera en su juventud, marchó al frente de los estandartes gemelos del lobo y el búho. De sus hazañas en las ardientes arenas kemoníes otros han escrito con mayor talento y sutileza. Baste recordar su aplastante victoria en la batalla de Quironi, y cómo sus habilidosas maniobras lograron provocar la desbandada de las fuerzas rebeldes.

Tras dos años de cruentos combates, el instigador de la revuelta, auto-proclamado profeta, fue capturado y ejecutado por un destacamento legionario. Se dice que Tergocles enfureció al escuchar la noticia, pues sabía que semejante asesinato no haría sino convertir a aquel loco en un mártir cuya memoria arrastraría a otros a la rebelión. Pero el mal ya estaba hecho, y con Kemoia pacificada por el momento bajo el yugo aquíreo, Tergocles emprendió la marcha por tierra hacia el norte, escoltado por su guardia y por una legión veterana, la célebre kemonisea.

El primer lobo había muerto, y bien fiero había resultado. Pero el resto de la manada seguía aullando, sedienta de sangre. Así, mientras los últimos combates se libraban en el sur, Alberanir había estallado en otra feroz revuelta bajo la guía del astuto barón Föerius. Sus rápidos jinetes asaltaban las guarniciones aquíreas aullando y haciendo cantar sus afiladas lanzas, para luego huir y ocultarse en los escabrosos pasos de las montañas Bereskair.

Tergocles arribó a las tierras norteñas sabiendo que esta nueva contienda sería todavía más difícil. Sus hombres estaban hastiados de combatir, las arcas imperiales apenas bastaban para pagar las soldadas, y el apoyo del pueblo que mantenía en jaque al díscolo Senado no tardaría en marchitarse si la matanza continuaba por mucho tiempo. Tergocles se mostraba animado ante sus hombres, ¿pero quién sabe qué oscuros pensamientos le asediaban en la soledad de su tienda?

Sea como fuere, Tergocles se lanzó a la caza de los rebeldes y les infligió grandes derrotas, como la célebre batalla de Ardnüs en la que el pretor Sécrato y su cohorte mantuvieron el flanco durante horas hasta que el Emperador logró caer sobre los alberaníes con su caballería. Tras este combate, Tergocles recompensó a Sécrato con un puesto en su estado mayor, pero cuentan que el viejo soldado, un veterano de baja extracción nacido en la miseria de Playas Blancas, se limitó a encogerse de hombros y no aceptó otra recompensa que una doble ración de vino para sus hombres. Tergocles así lo dispuso, pero mantuvo cerca de sí a Sécrato y, con el tiempo, éste llegó a ser uno de sus más fieles guerreros.

La guerra prosiguió durante meses, pero a pesar de sus victorias, las legiones aquíreas nunca lograban vencer por completo a los esquivos alberaníes ni encontrar sus escondrijos ocultos en las montañas. El descontento comenzaba a aflorar por todo el Imperio, especialmente en Táberis, donde un ambicioso senador llamado Ecnérides Voreo lanzaba ardientes invectivas contra Tergocles.

Y entonces, cuando más oscuro parecía el devenir del conflicto, la guerra terminó de pronto. Llegaron noticias a Queitaris y a Táberis anunciando una tregua con los rebeldes, cesaron los ataques y pronto buena parte de las legiones en liza emprendieron el lento regreso a casa. En la Ciudad Eterna se aclamó al Emperador, mientras en Táberis el Senado en pleno maldecía su nombre. ¿Pero qué había ocurrido?

Los sabios han discutido durante generaciones enteras, batallando con leyendas y habladurías para hallar siquiera una pizca de verdad. Se cuenta que los mismos Dioses asistieron a Tergocles en su hora más oscura. Se dice que desafío a Föerius en combate singular y le venció. Otros murmuran que, una noche, una misteriosa mujer apareció entre la niebla en un pequeño campamento avanzado y se presentó ante Tergocles, quien se hallaba allí en secreto para supervisar las operaciones. A pesar de las protestas de sus hombres, Tergocles se marchó con ella, y durante dos días no se supo nada más de él.

Y dicen los relatos que, cuando los legionarios ya lamentaban con amargura la muerte de Tergocles, éste apareció de pronto entre ellos, canturreando y sonriendo como si tal cosa, y les ordenó levantar el campo. ‘¿Pero qué ha ocurrido?’ Le preguntaron, asombrados. ‘La guerra ha terminado.’ Respondió sin más. ‘Volvamos a casa.’

Así por fin, después de varios años, las provincias quedaron pacificadas y el Imperio que a punto había estado de desmembrarse quedó restablecido por el momento. Tergocles volvió a su amada Queitaris, en cuyas calles la vegetación prosperaba como no se había visto en varias generaciones, y se dedicó a gobernar con justicia. Múltiples obras embellecieron la ciudad, pero Tergocles no descuidó el resto de Áquiros y actuó con equidad y acierto, restaurando el prestigio del trono imperial.

Y cuentan que, durante estos días felices, muchos exhortaron al Emperador a tomar esposa y continuar su linaje. Pero Tergocles siempre se negaba con una leve sonrisa, y sus ojos miraban en la lejanía, y los rumores sobre visitas extrañas y la influencia de una misteriosa mujer que iba y venía como una sombra en el viento se extendieron por toda la ciudad. Sin embargo, nadie parecía preocuparse por ello.

Varios años transcurrieron, pero bajo la apariencia de paz los lobos seguían gruñendo y afilando sus garras. La facción más sanguinaria del Senado, liderada por Ecnérides Voreo, se había hecho con el control de Táberis y se aprestaba a derrocar a aquél que consideraban un tirano. Pero sus ideales, nobles en un principio, se habían tornado ciega sed de poder y odio exacerbado hacia Tergocles. Con todos los medios a su alcance, Ecnérides y sus seguidores no dejaron de sembrar cizaña y llamar al descontento, y aunque sus intrigas apenas encontraban oídos en Queitaris, en Áquiros y las provincias las semillas de la revuelta encontraron suelo fértil y no tardaron en brotar.

Por fin la crispación, los enfrentamientos soterrados, las intrigas y los asesinatos acabaron por dar sus frutos. El Senado se sintió fuerte, y con Ecnérides a la cabeza instigó la rebelión contra Tergocles. Algunas legiones se les unieron, así como múltiples bandas mercenarias y órdenes guerreras como las Manos de Acero de Medinaris o la Hermandad de las Guardianas. Una terrible guerra civil estalló en Áquiros, el siguiente episodio de las Guerras Tergoclias. El Emperador había temido y aguardado este momento, pues a pesar de la aparente prosperidad, tenía ojos y oídos por toda Áquiros y sabía del creciente descontento.

Tergocles estaba preparado, pero dicen que, entre sus más fieles, se mostraba por primera vez dubitativo y desanimado. Porque este enfrentamiento entre Emperador y Senado, que amenazaba con desgarrar Áquiros en dos y desatar una edad de oscuridad y muerte, era para él un doloroso fracaso. Había vencido a todos los enemigos exteriores, pero no había sido capaz de detener la debacle del viejo corazón aquíreo.

Sólo los Dioses saben qué terribles pensamientos rumiaba Tergocles, sentado en su trono dorado, mientras a su alrededor los cortesanos y generales graznaban y discutían como bestias disputando una carroña putrefacta. Las fuerzas senatoriales se aprestaban a la lucha, y toda Helárissos escuchaba con el corazón encogido el retumbar de los timbales de guerra. Había llegado la hora más oscura del singular reinado de Tergocles, la hora de sus mayores desvelos y sus decisiones más audaces. La hora del Gran Constructor.”

Subödai u-Xiúr

22 oct 2011

La Historia de Queitaris (III): El ascenso de Tergocles Antodeo.

Por fin una nueva entrega de las crónicas de Subödai "el viejo" que nos narran la historia de Queitaris. En esta ocasión nos cuenta con detalle la juventud de ese personaje mítico, legendario y decisivo que fue Tergocles Antodeo, un personaje histórico al que se hace referencia varias veces en "El Héroe Durmiente". Subödai nos relata sus primeras vivencias y su sorprendente ascenso al trono imperial, un suceso que cambiaría para siempre la historia de Queitaris, y por ende la de toda Helárissos.


“Y he aquí que, mientras el poder de los emperadores de Áquiros se resquebrajaba, asediado por rebeliones en las tierras conquistadas y protestas en las propias ciudades aquíreas, nació en Queitaris un niño llamado Tergocles Antodeo. Un segundón de la familia imperial, hijo de un pariente lejano del Emperador reinante. Un insignificante muchacho destinado a ocupar un simple puesto de funcionario, como su padre antes que él. ¿Cómo pudo alguien así convertirse en el más grande Emperador de Áquiros, y al mismo tiempo abocar al Imperio a su final? La voluntad de los Dioses es a menudo así de caprichosa.

Tergocles era aquíreo, pero también era un hijo de Queitaris. Se crió en sus calles rebosantes de vida, bajo sus árboles todavía resplandecientes a pesar de la decadencia que marchitaba sus hojas y pudría sus frutos. Ese pulso único que late en cada rincón de la Ciudad Eterna se apoderó de él desde su más tierna infancia y despertó en su corazón ese amor que sólo aquéllos afortunados que han visto Queitaris pueden explicar. Un amor que le acompañó toda su vida y que, tal vez, sea la verdadera razón de todas las gestas y hechos sorprendentes que Tergocles estaba destinado a realizar.

Sin embargo, hasta Queitaris podía resultar demasiado pequeña para alguien como Tergocles. Así, cuando llegó a la madurez, sintió el deseo de viajar y conocer el ancho mundo. Contra los deseos de su padre, se enroló en la legión y durante unos años aprendió a luchar y a sangrar. En Alberanir, en Kemoia y en la Marca fue testigo de primera mano de cómo el dominio imperial comenzaba a derrumbarse ante los afanes de libertad de los pueblos oprimidos.

Y cuentan las leyendas que fue entonces, durante estos años de viajes y combates, cuando Tergocles conoció a la única mujer a la que habría de amar hasta el último latido de su corazón. Una mujer poderosa, solitaria, errante. Una druida dicen algunos; una simple curandera, dicen otros; una auténtica hechicera del Magis ekón, susurran aquéllos… ¿quién sabe? Los sabios ríen ante semejantes chismorreos, los piadosos se niegan a admitir que, a veces, hasta la voluntad de los mismos Dioses puede flaquear ante el azar. ¿Y quién, sino el propio Tergocles, podría responder por sus más profundas pasiones?

Sin embargo, aunque los Dioses no puedan escribir en los corazones de los mortales, si pueden trazar los senderos que habremos de recorrer. Así, Tergocles dejó atrás su vida de legionario y se instaló por un tiempo en Táberis, la antigua capital de Áquiros. Allí aprendió los entresijos de la política y conoció de primera mano el descontento, el recelo, incluso el odio que la figura del Emperador despertaba en el propio núcleo de sus dominios. El Senado era, ya entonces, una maraña de idealistas, rebeldes ansiosos de devolver el poder al pueblo, codiciosos sedientos de gloria y políticos calculadores y manipuladores. Y todos, ya fuera animados por nobles ideales o por la más abyecta ambición, conspiraban contra un monarca encerrado entre sus paredes doradas.

Y así, con apenas treinta años, cicatrices en su piel y ondas preocupaciones en su mente, Tergocles regresó por fin a su amada Queitaris. Pero seguía siendo un segundón sin más esperanza ni deseo que ocupar el lugar de su padre como un legado más en el gran puerto de la ciudad. Y en verdad se dice, entre aquellos que alguna vez le conocieron, que Tergocles no ansiaba nada más, pues nunca fue un hombre de grandes ambiciones.

Pero el destino le tenía reservado un lugar de honor en la historia de Queitaris, y por tanto de toda Helárissos. Porque he aquí que el Emperador, Galviro, era un hombre arrogante y despreocupado. Cuando una temible rebelión estalló en la lejana Kemoia, animada por el furor de los fanáticos, se desentendió del asunto y envió a un par de legiones mal preparadas y peor dirigidas. La derrota fue tan terrible, tan sangrienta, que los mismos cimientos del Imperio se estremecieron de horror.

Estalló el descontento en Táberis, como un volcán que hubiera aguardado a una simple chispa para explotar con un estertor ensordecedor. El Senado en pleno se alzó contra Galviro por su incompetencia, las conjuras se extendieron por toda Áquiros y por Queitaris, medrando incluso en el propio palacio imperial, mientras las revueltas seguían en Kemoia y amenazaban con incendiar también Alberanir. El Imperio comenzó a desangrarse en sus propias entrañas a la par que en sus dominios más alejados.

Finalmente, el mismísimo general de la guardia imperial, un cortesano ambicioso y despiadado llamado Tigos Elírigues Urneo, urdió una conspiración contra el Emperador. Tergocles supo de ella y la apoyó, ya que pensaba que era necesario deponer a Galviro para salvar al Imperio. Pero Tigos era un hombre sediento de sangre y, en una noche oscura y maldita, echó por tierra todos los planes previstos y asesinó con sus propias manos al Emperador mientras sus esbirros eliminaban a casi toda la familia imperial.

Horrorizado, Tergocles y otros conspiradores detuvieron a Tigos cuando se regodeaba de su matanza. En pocas horas se apoderaron del palacio, detuvieron a todos los culpables y tomaron el control de Queitaris. Acto seguido Tergocles, quien sin proponérselo se había convertido en el líder de esta segunda conspiración, convocó al Senado de Táberis y puso en las manos de los desconcertados senadores a los criminales para que fueran juzgados por su terrible crimen.

Así los Dioses se ríen a menudo de las jactancias de los mortales. Los propios senadores que tanto habían llegado a aborrecer al Emperador y a cuanto representaba tuvieron que condenar a muerte a sus asesinos, pues así lo demandaban las leyes que ellos mismos habían escrito. Pero mayor fue su decepción y cólera cuando escucharon al pueblo aclamar a Tergocles como nuevo Emperador.

Porque he aquí que la masacre perpetrada por Tigos había dejado a Tergocles como principal heredero al trono. ¿Fue casualidad, destino, o resultado de un plan tan retorcido como sutil? Ni los más sabios podrían decirlo. Aquéllos que conocieron al gran Tergocles hablan de su horror ante la matanza, de su escasa ambición y deseo de paz. Pero son éstas voces alimentadas de su gloria y su grandeza posterior, y nada hay más voluble e incierto que la memoria de los hombres.

Y así, de pronto, el segundón a quien nadie conocía era vitoreado en Queitaris y en Táberis como salvador y hombre justo, merecedor de ceñir la corona imperial. Tergocles rechazó repetidas veces el honor, pero nadie más podía subir al trono sin desatar una guerra civil entre bandos ferozmente enfrentados, de modo que acabó por aceptar y fue ungido como Emperador de Áquiros y soberano de toda Helárissos, el último digno de tal nombre.

Tergocles se sentó en el trono de Queitaris con gran alabanza de un pueblo harto de abusos y caprichos que veía en él una pequeña chispa de esperanza. Pero bajo ese velo de emoción tan ardiente como voluble muy pocos pensaban que aquel insignificante cortesano, que aquel mediocre segundón podría salvar a Áquiros del desastre.

Coronado por un Senado intrigante que le detestaba, rodeado de una Corte henchida de conspiraciones, cuchicheos y deseos de vengar la sangre derramada, con una rebelión abierta en Kemoia y otra a punto de estallar en Alberanir, Tergocles se enfrentaba a una tarea colosal.

Nadie creía realmente en él. Nadie, salvo una mujer misteriosa, nómada, tan sutil como el viento y tan ardiente como el fuego. Nadie, salvo el destino que seguía forjando, implacable, los senderos de los mortales. Nadie, salvo el propio Tergocles Antondeo, cuyo corazón comenzaba a palpitar al son de las leyendas aún por escribir.

Una tormenta terrible se formaba por toda Helárissos, un temporal implacable que habría de azotar la tierra durante varios años. Era el comienzo de las llamadas Guerras Tergoclias, que pondrían a prueba la grandeza de Tergocles, y también la medida de su dolor. Y, sin embargo, en medio de la oscuridad que se cernía sobre Helárissos, los árboles de Queitaris comenzaban a florecer de nuevo, y su verdor volvió a teñir de anhelos las calles milenarias de la Ciudad Eterna.”

Subödai u-Xiúr

26 mar 2010

La Historia de Queitaris (II): El apogeo de Áquiros y el Imperio Antiguo.

Aquí tenemos un nuevo fragmento de la "Historia de Queitaris" del ínclito cronista Subödai "el viejo". En esta ocasión nos narra el ascenso y supremacía de Áquiros sobre Queitaris, así como su lenta decadencia. Ningún otro pueblo dominó la Ciudad Eterna por más tiempo ni dejó una huella más profunda en sus gentes y en sus calles. Y sin embargo, probablemente fueron ellos mismos los que más cambiaron y evolucionaron por el mero hecho de alzar su imperio en torno a esta ciudad tan singular y misteriosa.

“Y así, tras años de guerras feroces contra tribus vecinas y hábiles conquistas, Áquiros se alzó como un único pueblo ávido de poder y dominio. A los ojos de Punnaq seguían siendo bárbaros advenedizos, demasiado alejados del mar y sus riquezas para representar ninguna amenaza. Pero el poder de los punneq había decaído con el correr de los años y los aquíreos, bajo la sabia tutela del Senado de Táberis, se sentían escogidos por los mismísimos Dioses para dominar toda Helárissos. Y la llave de tamaña gesta, la puerta a la supremacía de costa a costa del Mesogeis, se ocultaba entre las arboledas y los patios de Queitaris, entre sus muros cubiertos de musgo y sus columnas revestidas de hiedra. Así lo había entendido Tínite Av’qa muchos años antes, y así lo percibió un astuto senador aquíreo, Cládiques Meleo.

Investido como general en el sur del Dominio de Áquiros (y por tanto en la frontera con Queitaris), Cládiques reorganizó las tropas a su cargo y formó la primera legión aquírea, fruto de la experiencia de muchos años de guerras con las tribus rivales. El general sabía que el poder de Punnaq estaba en sus flotas y su maestría marinera, no en sus ejércitos formados por mercenarios y reclutas forzados. Convencido de la superior disciplina y entrenamiento de su legión, Cládiques decidió saltarse todas las precauciones y debates en el Senado y con un temerario golpe de mano se apoderó de Queitaris en un solo día.

El eco de semejante proeza llegó a todos los confines de Helárissos, sacudiendo hasta los cimientos el dominio de Punnaq sobre cientos de pueblos costeros. De la noche a la mañana los punneqs se vieron despojados de su gran ciudad y puerto en el continente a manos de “una caterva de salvajes por civilizar”. Los sátrapas no podían tolerar tal desafío y armaron su flota para recobrar Queitaris cuanto antes. En cuanto a Cládiques, su tremendo éxito no sólo le libró del castigo por actuar a espaldas del Senado sino que le aupó a la dignidad de Cónsul con mando sobre todas las tropas de Áquiros. El general se apresuró a organizar nuevas legiones para defenderse de la esperada ofensiva punneq. Era el comienzo de las Guerras del Mesogeis.

No es ésta la ocasión para extenderse sobre el transcurso de este conflicto. Otros eruditos más sabios y sutiles han escrito ya sobre cada batalla y cada movimiento, cada gesta heroica y cada traición mezquina. Baste decir que Áquiros acabó por imponerse tras larga pugna y cruentos combates. Primero en tierra, donde sus legiones mostraron ser muy superiores a cualquier tropa que los punneq pudieran organizar; y finalmente en el mar, llevando la guerra con insólita determinación hasta las mismas Islas de Targava bajo el liderazgo de Scípeles Clado, nieto de Cládiques y nuevo Cónsul de Áquiros.

Para Punnaq la derrota fue dolorosa y terrible, tanto que cambió para siempre el destino de las gentes de las Islas. Superados por Áquiros incluso en el mar, todo su dominio sobre las costas de Helárissos se derrumbó en poco tiempo. Vencidos y humillados, su espíritu guerrero ahogado en las mismas aguas que antaño dominaron, no tuvieron otra salida que concentrarse de nuevo en las artes del comercio y la navegación. Con el tiempo, y dada su admirable habilidad mercantil y marinera, Targava volvió a prosperar y a jugar un papel muy importante en Helárissos. Pero los punneqs nunca más volvieron a someter a ningún otro pueblo por la fuerza de las armas.

Y así, con la victoria sobre Punnaq, se escribió la primera página de la larga historia del Imperio Aquíreo. Ahíto de gloria y triunfo, sin nadie capaz de hacerle sombra entre los suyos, Scípeles Clado se coronó como Emperador y estableció su corte en Queitaris, lejos de la ancestral capital de su pueblo y de las intrigas de un Senado reducido a mera comparsa sin poder alguno. La Ciudad Eterna habría de jugar, una vez más, un papel crucial en la historia de Helárissos.

Durante trescientos años el Imperio siguió creciendo y extendiendo su dominio por todo el continente: Alberanir y las tierras bajas de Oriente, Kemoia, la Marca e incluso las estepas bárbaras del norte… el búho y el lobo, estandartes de Áquiros, recorrieron extensos territorios al son de los pasos de los legionarios, mientras el Imperio prosperaba y se enriquecía bajo el tumultuoso gobierno de la Corte de Queitaris.

Porque era en la Ciudad Eterna, y no en Táberis, donde se decidían los destinos de casi toda Helárissos. Después de Scípeles, ningún Emperador abandonó jamás el cobijo de una ciudad mítica y populosa que no dejaba de crecer y de extenderse, muro sobre muro y árbol y tras árbol en una mezcla caótica de gentes, ideas y pensamientos. Con cada nueva conquista llegaban cientos, tal vez miles de desarraigados, exiliados de la guerra que buscaban en Queitaris un nuevo lugar donde sobrevivir y aún medrar sobre una tierra bendecida por los mismos Dioses.

En esta larga época de conquistas y prosperidad, conocida por los sabios como el Imperio Antiguo, se construyeron muchos de los edificios que hoy forman la Villa del Arcontado, incluyendo la Cámara de la Eclessía (por aquel entonces parte del Palacio Imperial) y los cuarteles que albergan a la afamada Orden de Hacra, antaño residencia de la I Legión Queitarisea. Así fueron dejando los aquíreos su huella sobre Queitaris, profunda y evidente en las columnatas, los amplios patios y las plazas públicas salpicadas de encinas y chopos. Y al mismo tiempo el Imperio se forjaba y evolucionaba al calor de esta ciudad vibrante y populosa.

Después de un siglo, poco tenían ya que ver la Corte y las gentes de Queitaris con la cultura y las tradiciones ancestrales aquíreas que sí se conservaban en Táberis y en las tierras del Dominio. La Ciudad Eterna latía en una mezcla incontenible de cientos de lenguas y pueblos que prosperaban bajo la sombra de los olivos, al amparo de un Imperio cuyo Trono los propios aquíreos comenzaban a sentir como ajeno.

Fue así cómo el poder de Áquiros, todavía invencible en apariencia, comenzó a resquebrajarse. Al igual que le había ocurrido a Punnaq, llegaba el tiempo del ocaso para los orgullosos aquíreos. La soberbia de los Emperadores crecía a la par que su riqueza, mientras el descontento se extendía por Áquiros y sembraba semillas de rebeldía alentada por un Senado deseoso de recobrar su antiguo poder. Mientras tanto, las legiones se acomodaban y se debilitaban, auspiciando la continua sedición de los pueblos sometidos. Nuevos líderes se alzaban, deseosos de sacudirse el yugo aquíreo y perseguir sus propias leyendas.

Se avecinaban tiempos convulsos, tiempos de cambios bruscos y desolación, pero pocos supieron verlo entonces. Queitaris era el corazón de Helárissos y no dejaba de latir con fuerza, de respirar con innumerables voces que nada ni nadie parecía capaz de acallar. Los Emperadores se refugiaban en su palacio dorado, cegados por el resplandor del sol sobre las cúpulas de bronce y el brillo del mármol tamizado por las hojas de los árboles. En medio de la opulencia, nadie parecía darse cuenta de que los nuevos brotes enfermaban y morían, de que los árboles desnudaban sus ramas quebradizas y las hojas secas tapizaban las calles adoquinadas, quebrándose bajo los pasos de los incautos y los arrogantes.

Y así Queitaris se debilitaba en su misma esencia, y el Imperio Antiguo caminaba ciegamente hacia su colapso. Una nueva edad se adivinaba en el futuro de la Ciudad y por ende en el de toda Helárissos. Una edad cincelada alrededor de un hombre singular, un héroe legendario para muchos, un tirano y un déspota para otros, en todo caso una figura única que cambió para siempre la faz de Queitaris y del mundo.

Se avecinaba el tiempo de Tergocles Antodeo, el Último Emperador, el Gran Constructor. De su historia cuajada de mitos y sombras, de su vida estrechamente ligada a Queitaris, hay mucho que contar…"

Subödai u-Xiúr